Siempre lo he pensado. No debe haber persona más triste en el mundo que un argentino mojado. Casi le puedo ver, caminando calle arriba con la cabeza gacha, una mano en el bolsillo buscando algún milagro de esos que yo solía hacer, la otra en un ramo de flores también mojado, triste, con los coloridos pétalos también mirando a la acera sistemáticamente gris.
Ahí, con su acento casi estúpido, con sus manías, sus idas y venidas, su lengua incontrolable, su testarudez. Subiendo la calle como un coloso, soportando todo el peso de sus decisiones y su mundo sin más ayuda que un mudo cigarrillo que se balancea en su boca mientras murmulla improperios. Casi me parece ver la viva imagen de Roberto aquella mañana de Febrero en la que hacía frío, bastante. Y así andaba él, con una mano buscando un milagro, o algún billete extraviado, realmente no sé qué era; y la otra soportando por casi dignidad aquel marchito nuevo ramo de flores.
Recuerdo que no hubo semana más fría y lluviosa en Buenos Aires (o
Baires, como lo llamaba Roberto cuando bebía y se enfadaba con el mundo) que aquella sucia y fea de Agosto. Roberto, al igual que todos los argentinos, llevaba un filósofo dentro domado a base de fracasos, alcohol y más fracasos atribuidos a su ética, sus valores y sus mentiras; así que mientras llovía fuera, él me contaba todo lo que se le ocurría sentados a la barra de un antro del centro.
"-Realmente, la soledad no es tan mala. En algún momento de nuestra vida estamos solos, queramos o no, así que es mejor estar a gusto con uno mismo, carajo, para que cuando llegue ese momento no nos pete el orto-decía, perdiendo la mirada con una sonrisa blasfema-.Al fin y al cabo, no existen tumbas de dos."
Decía cosas de borracho que jamás despertaron en mí la más mínima sorpresa, pero otras cosas como esas me hacían levantar la mirada del fondo cada vez más difuso del vaso que estaba sellado a mi mano. Le miraba, atónito por lo que acababa de oír, por la profundidad y cruel realidad que emanaba de aquellas palabras que se perdían en el ambiente enrarecido del bar, y tan sólo veía en él una cara de resignación cruda aceptada serenamente, antes de que volviera a beber aquel maldito whisky que sabía a demonios.
Roberto fue mi profesor en desastres el poco tiempo que compartí con él en
Baires. La verdad, aquel filósofo realista y borracho decía verdades como puños que seguramente se le olvidaban a los pocos segundos, pero que en mi memoria hicieron pozos profundos. Roberto también fue mi maestro músico, me enseñó el auténtica alma argentina, el tango; me enseñó que los violines y acordeones también lloran, que no hace falta hablar para entender lo que dice "una dama", como le gustaba a él hablar con cariño y pena de sus prostitutas preferidas. Era un alter-ego de él mismo aquellos días tristes, pues las llamaba por teléfono como quien llama a una vieja amante, quedaba con ellas en su piso, y yo hacía como que me iba de allí, cuando en realidad les espiaba al otro lado de la puerta. Él las llevaba a su habitación de la mano, como un galán, las sentaba en la cama, y les hablaba. Se pasaban horas hablando de diversos temas, para acabar siempre igual: un beso en los labios tímido, suave, breve como un aleteo, justo antes de que se fueran. Él las acompañaba de vuelta a la puerta, las despedía desde al marco, amarrado como Ulises a su mástil para no salir corriendo tras ellas, y las veía desaparecer por el ascensor. Yo, que cuando les sentía salir desde el otro lado de la puerta, me escondía en el rellano, fingía llegar más tarde. Y siempre me lo encontraba sentado en su sillón viejo y verde desgastado, con la mirada perdida y oliendo a tabaco y alcohol a partes iguales, con unos cuantos billetes menos en su cartera y, quizás, una cicatriz menos sangrante en su corazón. Siempre tuve miedo de que se le cayera alguna chispa a su ropa empapada en whisky y saliera ardiendo.
La verdad, aquella semana, Roberto era una auténtica mierda de argentino, siempre mojado y fumador, borracho y viejo como para cambiar sus vicios, y no convertirlos en costumbre. Pero le apreciaba. El día que nos despedimos en el aeropuerto no había empezado a beber (aún), y pese a ello, durante el apretón de manos que nos dimos, supo responder a mi pregunta mejor que aquel filósofo borrachuzo que llevaba encadenado al alma.
"-Roberto, te confieso que vine acá buscando amor, y no he encontrado a esa..-él me miró como si ya supiera todo eso desde que nos conocimos, hacía unos ocho días, y cortando mi intención de continuar la frase, sonriendo casi de manera fraternal, me dijo:
-El amor es de pobres. Siempre lo ha sido. Jamás ha habido un rey que haya sido amado por su esposa, y este amor haya sido correspondido. Pero más pobre es aquel que carece de amor.
Acordaos.
-Roberto, estás curtido en eso. ¿Dónde está mi...
dama?-dije yo, con casi sorna.
-Ah, carajo, eso es complicado. El mundo es bien grande, y eso de encontrar a
esa chica... está bien jodido. Sobre todo desde que el twitter nos robó el romanticismo."
Tras esta sonrisa, me dijo un "Adiós" que realmente significaba adiós para siempre, pues ambos sabíamos que no nos volveríamos a ver. Pero aquel adiós sonó alegre, casi jovial, como quien se despide por un rato. Roberto, el argentino enamorado de las putas, el filósofo borracho, el fumador sempiterno, me dejó un legado que creo durará para siempre. Quizás a eso se refería con aquel adiós.