jueves, 29 de marzo de 2012

El fantástico Ralph.

"Tengo un plan, y un atlas en las manos". Palabras más peligrosas jamás habían salido de la boca de un viajero; y jamás tan convencido como cuando lo dijo en voz baja mientras tocaba el piano "al azar", como él solía decirle a tocar aquella melodía que le compuso "al azar" a una chica "al azar". La verdad, él se llamaba Benjamin, no Ralph, pero siempre le había gustado darle la vuelta a las cosas. Ralph era su hermano, el listo, el alto, el que trabajaba atado a un despacho, el favorito de sus padres. Y bueno, Benjamin jamás había podido ser él, o no habría sabido. Y ahora su hermano se encontraba en la oficina, y él haciendo las maletas con la determinación de embarcarse en un viaje que le llenase allí donde Ella había dejado un vacío tan grande y tan profundo que parecía un agujero negro. Las notas "al azar" se repetían en su cabeza, Mi, Sol#, Mi, Fa#, Sol#, Mi. Algo básico, pero preciso, lo que él quería.  Con ese ritmo y esa melodía, trazó su viaje sobre el atlas. No utilizó reglas ni nada de eso, cosas inútiles y frías, tan frías como el montón de dinero (frío) que su hermano atesoraba sin gastarlo. El dinero, como la salud y las ganas, estaban para gastarlos, y su hermano no lo sabía.

Pero Benjamin sí. "Tengo un atlas, y un plan entre manos". No eso no rimaba, no encajaba con la melodía, y él se ponía nervioso, y lo tachaba y mascullaba.

Benajmin siguió componiendo los ratos libres que le dejaba la ardua tarea de hacer su maleta, y el día que se puso frente al pentagrama pintarrajeado y tachado, pero acabado en su totalidad, se sintió orgulloso. Ya sí podía irse. El mapamundi se le había hecho pequeño a la hora de trazar su hoja de ruta, que al fin era algo más que una mera intención, y, como todo, empezó por el principio. Se puso delante del camino, y echó a andar.


miércoles, 28 de marzo de 2012

Las quince cosas que nunca te escribí

Las cosas son como son, porque si no no lo serían. Y yo no tendría por qué estar aquí intentando venderte una sonrisa que no quieres. Las rimas fáciles me parecían, pues eso, demasiado fáciles como para usarlas con ligereza en todas aquellas otras rimas que no eran mías, aquellas que te dedicaba siempre cuando dormías, o cuando salías dando un portazo. Siempre he sido un impostor, y tú jamás me perdonaste que no lo olvidara. Pero bueno, las calles se les hacen más largas a un borracho que a ninguna otra persona, así que no voy a ponerme a enumerar una por una las cosas que hacían que cada día me enamorara más de ti; pero lo que sí voy a hacer es acordarme en silencio de que tú eres ta culpable como yo de que ahora mi piso huela a ti. Ésa es mi mayor venganza.

O tampoco.

Las quince cosas que nunca te escribí siguen en el mismo cajón, no me he acordado de ellas hasta hace un momento. Ni tú tampoco. Ni tu "tampoco" tan oportuno cuando te preguntaban si tenías novio. Jazz clásico de principios del s. XX es la mejor receta para que te tomen por loco. Y ahora no deja de sonar en el tocadiscos que todavía pude robarle a mi padre. Estaba echando polvo en un rincón del desván, como mi corazón para ti ahora mismo. El Jazz me recuerda que, como Harry Lime, todos cometemos errores. Y que no por eso la luna deja de billar por la noche mientras bailo despacio con una farola. Las mujeres se me han echo complicadas de golpe; o complicadas o, más bien, inaccesibles por mi estúpida creencia de que nadie quiere a un feo con clase. Tú lo hiciste, reconócelo. Con eso me basta.

O tampoco.

El epitafio de mis relatos grises:
" Querida y Amarga Melancolía de los recuerdos dulces, te me mezclas con las sonrisas gastadas y las miradas perdidas que me dicen que estoy loco (o, más bien, la impasividad por la impotencia de lo ocurrido)"

martes, 27 de marzo de 2012

Magique.

Podríamos empezar por sentarnos frente al micro y respirar. Va míster, va, le toca.
Qué recuerdos, cuando te sentabas allí seguro, sonriente, repartiendo para unos y otros, a cada cual lo suyo, siendo justo. Tú y tu envidiable habilidad para manejar los tiempos: en esa sala llena de periodistas ingenuos con ticket para el mayor espectáculo del mundo; en los entrenos; en el cine, sufriendo; sobre el césped o el cemento, te da igual donde sea. Como la pista de cemento donde (Crack!, maldita pared que no salió!) la rodilla dijo basa, un descanso. Que ocho goles no los mete cualquiera. Como el 7 eterno del Madrid, tu ídolo: no eres el que más rápido corres, pero si ya estás ahí en el momento indicado, ¿para qué correr? ¿Para qué correr si ya corremos los otros, los que nos toca eso? No te hace falta correr para brillar, y, sí, aunque me reviente que no presiones, siempre estás ahí, un pase, una opción; el peligro cerca del área. Que se dice pronto, sabes.

Joder, así normal que tu rodilla quisiera parar.

Y sí, no soy barsilero y se me da mal el portugués, y aunque Cádiz queda lejos, sé que saldrás adelante, sea lo que sea. Que una rodilla no es excusa para un grande, y créeme, lo eres. Tú y tu habilidad para hacerme reír, para mirar cuando te tragas mis amagos, cuando te tapas la cara con un acto reflejo. Venga, hombre Johan, no te me caigas. Que esa pared que tiramos no salió bien, vale. Pero que sepas que sé que habrá más de esas. Estoy a tu disposición para servírtelas, para servirte goles. Para aprender el idioma de Coelho, para irnos a disfrutar de las chirigotas. De lo que tú quieras, Johan. No te me caigas.

miércoles, 21 de marzo de 2012

La infinita pena.

Y unos ojos... Unos ojos tan claros que de claros parecían grandes, pero no grandes de exceso, sino que podías, perfectamente, resbalar y caer en ellos hasta el fondo si te descuidabas. Maldita locura irracional que conceden los deseos diminutos que suelto al aire con cada calada; todavía recuerdo esa mirada, que se grabó a fuego en mi mente. Sus ojos me daban miedo: miedo de enamorarme como un imbécil de algo que no iba a ser más que un saludo frío por las mañanas. Pero lo más desconcertante eran esas miradas vacías que lograba conseguir, y que dolían como puñales.

Jamás me guiñó un ojo.
Ni se acercó más de lo correcto para que la abrazase.
Ni hizo más de lo necesario para que llegara a amarla como un loco.

La cosa es que las incoherencias me encajaban, y yo, que crecía viéndola brillar, llegué a encontrar respuesta a esas preguntas bobas que me hacía a mí mismo día tras día. El día que llovió tanto me llegaron todas las respuestas de golpe, y no quise volver a saber nada más de ella. Hice las maletas y me fui sin hacer ruido. De todas formas, nadie preguntó por mí.

A partir de ese día comenzaron las estupideces de loco camuflado en traje de los domingos: me enfrenté al extraño hombre cada vez más irreconocible del espejo; me aburrí a mí mismo con mis historias inventadas o gastadas; y apliqué todas las leyes matemáticas que alguna vez fallaron otra vez. No hubo más de dos resultados. Siempre mal. La verdad, me comporté como un caballero con todas las damas que conocí desde el otro lado de la ventana. Las invité a un café, quizás charlamos, les hice el amor un buen rato. Un auténtico caballero, lo que yo diga, de no ser porque me aburrí de mirar y de verlas pasar. Pero yo siempre he tenido buena imaginación. Aunque los puzzles nunca se me han dado bien.

En aquel tiempo me re-inventé a mí mismo unas tres veces. Y como ninguna me mereció la pena (como no me merecía la pena tocar otra cosa más que no fuera la progresión de notas con la que abría la canción que nunca le compuse a sus ojos), pues me quedé como estoy ahora. Así de sencillo: la mirada de la infinita pena.

http://www.youtube.com/watch?v=X61BVv6pLtw&feature=relmfu

martes, 20 de marzo de 2012

La sierra que se colaba entre tus palabras y mis penas.

Desde luego, no era ni mucho menos una exhibición lo que quería. No vestía como un chulo de Bodeville porque quería salir a romper, a impresionar. Era, más bien, un acto de compasión hacia sí mismo, hacia su ego desgastado, tanto como el espejo viejo donde se miraba. La sonrisa mentirosa no escondía más que una mueca amarga. Salió a la calle, paseó, sonrió a las chicas, despreció a los chicos. Pero, solo. No buscó ver cómo se ponía el sol desde el puente porque su sombra se le antojaba larga, pesada y solitaria. Cada día más.

Las grandes victorias que había gritado y contado sin piedad por menos de una pregunta le servían de hipócrita escalerilla para llegar al tejado, él nunca había sido alto.  Pero en el tejado no se encontró con más que toda la mierda que él mismo había ido acumulando. Porque les fue perdiendo como una gotera: uno a uno. A quién, preguntará. Dudo seriamente que le respondan.

sábado, 17 de marzo de 2012

jueves, 15 de marzo de 2012

El anoche de ayer.

La lenta y ponzoñosa humareda avanzó con pereza sobre aquel campo. Una humareda que le hacía sentir sucio, muy sucio, y cuyo olor le traía unos recuerdos espantosos, algo demasiado irónico, puesto que apenas unos momentos antes, esos recuerdos eran presente. Llevaba tumbado siguiendo la curva natural de la colina, quieto pero vivo lo que a él le parecían años. Pero, en realidad, el tiempo pasaba lento e inexorable, alargando deliberadamente su sufrimiento, y la humareda abrazaba ya las suaves colinas cuando oyó lo que le pareció un ruido de pisadas. Se enjugó las lágrimas, casi le parecía oír aquel viejo violín cansado de Viena. O las risitas nerviosas de su amante de Mónaco mientras iban en el asiento trasero del taxi. O el sonido de la voz de Mike hacía unos segundos; jamás volvería a oír nada de eso. Y sin embargo, allí estaba, en mitad de toda esa locura, malgastando sus últimos cartuchos de vida en vanos recuerdos que se evaporaban entre la humareda, densa y constante. Lamentaba casi todo lo que había hecho, todo menos haberse enamorado de quien jamás podría haberle correspondido. Aún tuvo tiempo, mientras el eco de las pisadas cercanas se hacía poco a poco ruido, como un goteo, de recordar aquella sonrisa que jamás tuvo a tiro. Malditas noches de alcohol que se le clavaban como balas en sus grises y agrios recuerdos.

Las pisadas estaban muy cerca.

Y cruzó las manos. No fue un acto de redención, de perdón. Fue un acto reflejo. Alargó lo más que pudo el cuello, y miró allí arriba, a la vaga promesa de cielo que se trazaba con pincel fino tras el humo y el olor nauseabundo. Las pisadas se detuvieron. Apenas unos susurros declararon voces humanas. Miró arriba, a la colina. Recortadas en la niebla, tres siluetas observaban a una cuarta que descendía con cuidado. Cerró los ojos, no necesitaba saber más, se sentía muy cansado. Y se durmió al momento.
***
Días después, se despertó en un hospital. Lo peor había pasado [...]

domingo, 11 de marzo de 2012

Rollo, Martins y yo.

El Rollo de mi Martins me despertó el otro día cuando estaba tirado en aquel banco al ver pasar el mejor par de piernas que jamás había visto en mi vida. La verdad, ese tipo de pares que guardaba celosamente en mi memoria eran de los que salen impares cuando las contaba con los dedos, pero allí estábamos ella, yo, y sus piernas interminables. Yo había bebido, sí, pero no más que otros días, ni menos que para olvidar a aquella última chica, la que escribió su nombre con pintalabios. El caso es que me levanté sin demasiada fe en mí mismo, y arrastré un paso tras otro, sigiloso pero presente (¡no quería parecer un violador, qué mejor manera de empezar!). Mientras caminaba luchando contra mi mentiroso sentido de la decencia y el borracho e infame sentido del equilibrio, tropecé en mi mente con la sensación de vacío que me había proporcionado aquel día lleno de aire y polvo, de sonrisas en los bares que no iban destinados a más que una mirada esquiva e inconstante; piropos sin suerte y un par de "Otra, joder, que sólo son las dos" que hacían que quisiera volver al banco, a ver qué pasaba. El caso es que Rollo me jugó una mala pasada, y consiguió callar a la insoportable conciencia de Martins, que quería que volviera a casa. Ella sabía de sobra que andaba detrás, mirando al suelo y luego a ella, en una especie de ritmo de metrónomo, pisada pisada piernas, pisada pisada piernas. No se si se puso nerviosa o fui yo que le perdí el ritmo, pero acabé tropezando con sus tacones al acelerar.

"-Perdón ,yo..."

Mi inservible y calculada disculpa se quedó helada en el aire cuando miré su cara y reconocí a la chica del pintalabios, tan guapa como el rimmel corrido y las mejillas sonrojadas por el frío le permitían parecerlo. Allí estábamos los dos, de rodillas, en el suelo, como ya estuvimos en otra ocasión y en otro orden de cosas, en mi piso. Sus piernas se levantaron lentamente, ella no esbozó ninguna mueca, ninguna sonrisa, no dijo más que lo suficiente como para que yo cerrara la boca cuando iba a soltarle de golpe que la quería, que la había querido desde que me di cuenta lo inalcanzable que era, la suerte que tenía de acariciarla sin prisa por las mañanas.

"Llego tarde. Y llegas tarde. Como dos años tarde. Siempre tarde."

Luego se fue, y no sé qué fue de ella. Se perdió calle arriba, mientras yo regresaba a casa mirando incrédulo al suelo, con la mirada más perdida que mi dinero; mientras Rollo se quedaba con la cabeza gacha y murmurando algo, y Martins intentaba hacerme caminar erguido hacia la cama. En los lluviosos y grises días sucesivos, Rollo escribió una o dos canciones tristes al piano, mientras Martins aprovechaba su bajón para hacerme ordenar la casa. Rollo había renunciado a ella para siempre por consejo de Martins cuando le dejó. Pero cuando llegué a  mi cama la noche en que me tropecé con sus tacones sin querer, me di cuenta de que ni el propio Martins lo había hecho. Yo, Rollo Martins, comencé a plantearme muchas cosas. Entre ellas, no volver a querer a ninguna mujer ,por miedo a encontrarme sus ojos otra vez al girarse.

sábado, 10 de marzo de 2012

Opus 26.

Subiendo escaleras se dio cuenta de que lo que en realidad le hacía falta era una mujer. A ver, es muy fácil decir que para él fue fácil encontrar esa fácil solución a su difícil problema si él trabaja subiendo pianos de cola por las escaleras (porque al fin y al cabo ese había sido el oficio hereditario de su familia, de padre a hijo hasta llegar a él). Y no, no fue porque se dio cuenta de que estaba sólo, que no tendría ningún hijo a quién enseñar su artístico oficio de subir el arte por los escalones; tampoco fue por la terrible opresión que sentía en el pecho cada vez que se cruzaba con los ojos verdes de Anna bajando las escaleras, y él se hacía a un lado torpemente, intentando esbozar una sonrisa suficientemente convincente para ella. No, desde luego que no fue por eso. Ni fue trabajando cuando se dio cuenta. Se dio cuenta cuando, subiendo las escaleras para ir a su piso, se cruzó accidentalmente con una mirada que no entraba dentro de sus cálculos, una mirada que bajaba inocentemente las escaleras con un ritmo armónico de valls: derecha, izquierda, derecha otra vez. El mundo pareció detenerse, y las llaves con las que jugaba se le cayeron de las manos, pero él ni siquiera se dio cuenta. Ella le miró un momento como quien mira a una pared, inflexible, y a él los ojos de Anna se le olvidaron. Aquellos otros ojos se posaron un segundo en sus pupilas, como una mariposa, y se olvidaron de él mientras volvía a fijares en bajar con cuidado armónico las escaleras. Él probablemente se quedó allí quieto, con la boca abierta y con cara de bobo, mirando como sus piernas seguían bajando a ritmo de valls por las escaleras sin prisa, a compás de algo mucho más lento que el corazón de aquel pobre hombre enamorado que la estaba esperando escalones arriba. Allí se quedó él, ese hombre enamorado desde hacía unos segundos, mirando como la mujer de su vida desaparecía por el rellano.

Y así fue como, tras recobrar el sentido del oído, del tacto y todos los demás, mientras retomaba su monótono paso descompasado, herido en su corazón, llegó a la conclusión de que necesitaba una mujer. A  esa mujer.

lunes, 5 de marzo de 2012

Así durante un rato.

Y aquí estoy, jugando a ser quien fuiste alguna vez, quizás, entre maquillajes pomposos y luces de camerino; y siempre dos copas de más mejor que una de menos. Aquí estoy, donde solías cantar tus triunfos antes de conseguirlos, donde te maquillabas el alma y hasta la sonrisa, y escupías despacito palabras y más palabras, siempre te gustó hablar, más de la cuenta. Eras un maldito huracán, autodestructivo, sin tiempo a nada más que a satisfacer tus faraónicos caprichos de botarate. Porque, lo creas o no, eso fuiste siempre, un botarate en manos de tu arte, don inmerecido, casi aleatorio. Me duele en el alma lo que le hiciste a tu musa, que ahora andará bebiendo desolada en cualquier callejón, perdida de su luz y su genio; un genio que fuiste tú, por causalidad, caprichos de genética, el mejor de los tres hermano que éramos. Aquí sigo, donde jugabas a componer, donde te bailaban y volaban las notas sobre papel, maldito monstruo; donde conquistabas a las mujeres (también tuvo el destino que brindarte esa habilidad) sin mover un dedo. Aquí donde te esperaban siempre admiradores y gente que te odiaba para aplaudirte, para lanzarte sonrisas y miradas, y besos, mientras yo soportaba el peso de tu sombra en silencio. Sí, hermano mío, aquí estoy. En el punto álgido de la curva perfecta de la elipse autodestructiva de un astro.

viernes, 2 de marzo de 2012

Pzl.

... una música de fondo digna de un gran compositor, un tango rápido pero profundo, con todos sus matices y detalles perfectamente pulidos y grabados en mármol, con un ritmo intenso pero emotivo, con tiempo a las cuerdas para lucirse y al piano para deleitar un sonido largo y pleno. Y con la melodía principal, un acordeón que sonaba a argentino, a años de historia, a cansancio, a sonrisas gastadas, a vida, a plenitud; un acordeón que repetía incesante un mismo estribillo, una misma frase, pareciendo querer decir: "lo siento, lo siento, lo siento". Esto fue lo que pudo escuchar desde fuera Áureo. Y se quedó impresionado.