Esa era la parte que él denominaba el cuello de la jirafa:
cuando la caída te lleva a un punto anterior al de tu salida, y la llegada a tu
meta se te hace interminable. Le cou de
la girafe, como dirían los franceses, con su pompa y su acento habitual.
Odiaba a los franceses. Uno de ellos ya le había robado a su hermana, de la que
no había vuelto a saber nada; en París no tuvo un solo día soleado; y los
crèpes le daban alergia. Desde que llegó de París su vida había sido un
completo fracaso: calentaba los flanes, ponía a congelar las pizzas y escribía
al revés. Y aquel molesto picor de nariz que le acompañó hasta una semana
después su llegada le resultó un suplicio, un bonito recuerdo del frío de París
en Febrero, un buen catarro.
La historia le
llevaba a que ahora Margot era su única salida; por eso estaba allí esa noche
oscura, como un tonto, esperando al autobús, refugiándose en la parada de una llovizna
fina pero interminable como el cuello de la jirafa. Aquella chica de ojos
verdes había trastocado su desatino en suerte, quizás su melancolía espesa y
habitual en algunas sonrisas, y, se decía que, incluso, había despertado algo
de cariño en él. Algo de cariño hacia sus sonrisas, sus miradas brillantes, sus
locuras, etc. Esta vaga descripción no se debe a más que a las prisas que tenía
en aquella parada, bajo aquella lluvia oscura que podía compararse con la
tristeza habitual que le consumía lentamente desde el fatídico día del
“incendio”. Era por eso que siempre llevaba la coraza, por eso hacía todas las
descripciones vagamente, por el miedo jamás asumido de volver a confiar en
alguna mujer otra vez, y que esta resultara ser, como ya fue la otra, una arpía
en vez de una musa. Por eso no se fiaba. Por eso tan sólo anotó, como otras
veces, aquella escueta descripción.
Aunque en el fondo, él sabía que todas sus estratagemas
volverían a derrumbarse en cuanto ella apareciera en el restaurante en el que
habían quedado, con aquel vestido negro, o aquella graciosa boina que le tocaba
el peinado a juego; o quizás cuando le mirara cuando estuvieran bailando. Sabía
que todo lo que él hacía le era inútil, pero necesitaba sentirse seguro de que,
esta vez, el cuello de la jirafa no le fuera una trampa.
Por eso repasó mentalmente cada detalle de Margot antes de
subirse a un autobús que dejaba adivinarse a lo lejos. Su pelo, su cara, su
gracioso acento… francés. Malditos franceses. Algo dentro de él casi le
arrastra fuera de la parada, de vuelta a su soledad y a su tristeza infinita, “La tristesse du le cou de la girafe”.
Bueno, igual podía hacer algo al respecto.
***
Sin embargo, su mera intención quedó en eso, en un quizás
colgando de la parada de autobús, que cuando llegó a la altura para que
subieran los pasajeros estaba vacía. Al conductor le pareció haber visto un
hombre (o a su sombra, o a la sombra de lo que fue), desapareciendo entre la
lluvia, que ahora apretaba.
El resto es historia. Una silla huérfana de ocupación,
frente a otra sí ocupada en una mesa de un restaurante reservada a nombre de
Estela; un par de platos fríos, un “Puede que venga ahora” pronunciado con un
dulcísimo acento italiano. Una sombra de hombre escribiendo sonetos junto a su
ventana, al otro lado de la ciudad, mirando la lluvia castigar la soberbia de
las luces; recordando a Margot, a sus ojos, a su acento francés.
Un hombre colgado sobre su pánico y arropado por las ruinas del incendio que
provocó Margot en él. Sabía que no era ella la que estaría ahora mismo
recogiendo las cosas del restaurante y marchándose.
Malditos franceses.