martes, 31 de julio de 2012

Nearby

Anoche soñé contigo. Podría ser una de mis mentiras aterciopeladas, o bien una de esas que las pillas antes siquiera de que me brillen los ojos. Pero no, esta vez fue verdad. Soñé que te recorría las caderas en un abrazo de cristal, y te miré  a los ojos. Soñé que pude ver tu mirada muy lejos de allí, en otro lugar. No se donde, pero la vi. Y comprendí que aquel no era mi sitio. Que los abrazos te los tenía que dar otro, que yo solamente podría añorarte, solo tendría mi imaginación para suplir el enorme vacío de algo que no llegó a ser, pero que pesa tanto como una losa de lágrimas. Claro, yo ya había echo planes por si realmente eras mía, y te solté de la cintura para deshacerlos; y para dejarte ir. Fue como quitar un lazo. Tuve que desescribir todas las canciones, mancharme de tinta las manos tachando cada retazo de ti pintado en mis historias. Borré los árboles, las flores, el azul, el sol y las estrellas; y me volví a pintar a mí mismo borracho, melancólico y gris en cualquier garito que jamás visité. Miento mucho, pero te juro que pinto al escribir. Pinto cosas que tuve que enyesar cuando el lazo se deshizo y tú desapareciste. Tuve que volver a hacer café para uno.

Anoche también soñé que me conformaba con mirarte de lejos cuando tú estuvieras mirando a ese otro, solamente para ver ése brillo en la mirada que a mí me resplandece sólo cuando miento. 

Anoche me desperté y te habías ido. Si realmente te hubieras llegado a quedar alguna vez, te habías ido. No como todas aquellas veces que siempre estabas, que yo te sonreía y hacíamos el amor. No. Esta vez tú rompías mis pobres historias, el consuelo que me queda.



martes, 10 de julio de 2012

El cuello de la Jirafa.


Esa era la parte que él denominaba el cuello de la jirafa: cuando la caída te lleva a un punto anterior al de tu salida, y la llegada a tu meta se te hace interminable. Le cou de la girafe, como dirían los franceses, con su pompa y su acento habitual. Odiaba a los franceses. Uno de ellos ya le había robado a su hermana, de la que no había vuelto a saber nada; en París no tuvo un solo día soleado; y los crèpes le daban alergia. Desde que llegó de París su vida había sido un completo fracaso: calentaba los flanes, ponía a congelar las pizzas y escribía al revés. Y aquel molesto picor de nariz que le acompañó hasta una semana después su llegada le resultó un suplicio, un bonito recuerdo del frío de París en Febrero, un buen catarro.

 La historia le llevaba a que ahora Margot era su única salida; por eso estaba allí esa noche oscura, como un tonto, esperando al autobús, refugiándose en la parada de una llovizna fina pero interminable como el cuello de la jirafa. Aquella chica de ojos verdes había trastocado su desatino en suerte, quizás su melancolía espesa y habitual en algunas sonrisas, y, se decía que, incluso, había despertado algo de cariño en él. Algo de cariño hacia sus sonrisas, sus miradas brillantes, sus locuras, etc. Esta vaga descripción no se debe a más que a las prisas que tenía en aquella parada, bajo aquella lluvia oscura que podía compararse con la tristeza habitual que le consumía lentamente desde el fatídico día del “incendio”. Era por eso que siempre llevaba la coraza, por eso hacía todas las descripciones vagamente, por el miedo jamás asumido de volver a confiar en alguna mujer otra vez, y que esta resultara ser, como ya fue la otra, una arpía en vez de una musa. Por eso no se fiaba. Por eso tan sólo anotó, como otras veces, aquella escueta descripción.

Aunque en el fondo, él sabía que todas sus estratagemas volverían a derrumbarse en cuanto ella apareciera en el restaurante en el que habían quedado, con aquel vestido negro, o aquella graciosa boina que le tocaba el peinado a juego; o quizás cuando le mirara cuando estuvieran bailando. Sabía que todo lo que él hacía le era inútil, pero necesitaba sentirse seguro de que, esta vez, el cuello de la jirafa no le fuera una trampa.

Por eso repasó mentalmente cada detalle de Margot antes de subirse a un autobús que dejaba adivinarse a lo lejos. Su pelo, su cara, su gracioso acento… francés. Malditos franceses. Algo dentro de él casi le arrastra fuera de la parada, de vuelta a su soledad y a su tristeza infinita, “La tristesse du le cou de la girafe”. Bueno, igual podía hacer algo al respecto.

***

Sin embargo, su mera intención quedó en eso, en un quizás colgando de la parada de autobús, que cuando llegó a la altura para que subieran los pasajeros estaba vacía. Al conductor le pareció haber visto un hombre (o a su sombra, o a la sombra de lo que fue), desapareciendo entre la lluvia, que ahora apretaba.

El resto es historia. Una silla huérfana de ocupación, frente a otra sí ocupada en una mesa de un restaurante reservada a nombre de Estela; un par de platos fríos, un “Puede que venga ahora” pronunciado con un dulcísimo acento italiano. Una sombra de hombre escribiendo sonetos junto a su ventana, al otro lado de la ciudad, mirando la lluvia castigar la soberbia de las luces; recordando a Margot, a sus ojos, a su acento francés. Un hombre colgado sobre su pánico y arropado por las ruinas del incendio que provocó Margot en él. Sabía que no era ella la que estaría ahora mismo recogiendo las cosas del restaurante y marchándose.

Malditos franceses.

lunes, 9 de julio de 2012

Las veintitrés penas del Sr. McGuire

Realmente aquella chica nueva que acababa de llegar a la ciudad le era muy misteriosa (un aspecto que él realmente apreciaba según su fingida experiencia con las mujeres), y también familiar. Muy familiar, pero siempre le parecieron inalcanzables sus labios. Quizás intentara persuadirla que en realidad la conocía, que la amaba y la quería, pero jamás tuvo el valor de decírselo. Quizás jamás reconoció que sus cuervas realmente le parecían tan interminables como las piernas de aquella otra; o quizás es que nunca llegó realmente a tener valor. Pero lo que si tuvo fueron celos, celos invisibles de aquellas manos que sí la tocaban, de aquellos labios que sí que la complacían, de aquellos ojos que ella miraba específicamente como suyos (y preciosos). Mientras ella se paseaba galantemente frente a él sin quererlo, él sentía más y más ganas de acercarse, decirle lo mucho que la quería, llevársela a su apartamento, y hacerle el amor hasta que se sintieran satisfechos ambos. Pero jamás tuvo el valor. Se limitó a verla pasearse con esa arrogancia no fingida de chica nueva, "eh tío, no me toques". Realmente sintió odio y celos de el chico que pudiera conquistarla, y, por qué no, del chico que (quizás), él fue una vez.

domingo, 1 de julio de 2012

Fase1

Recuerdo con añoranza aquellas esculturas de mujeres que ya solía yo añorar cuando era joven, antes de madurar, antes de perderlas por completo. Me embelesaban y yo les escribía canciones mudas, versos sordos, historias ciegas. Las miraba pasar de largo mientras canturreaba aquella estúpida melodía que yo mismo creí haber compuesto; las llegaba a adorar desde el punto muerto de su conocimiento, desde su ignorancia inadvertida hacia mi cariño. Luego ponía muchos adverbios seguidos y creía que estaba bien.  Mandaba cartas sin sellar, apartaba la soledad a un lado como un montón de basura. Aquel amor estúpido absorbió varios años de mi vida, teniéndome a mí como un espía tras un cristal tintado, rehén voluntario de mí mismo. Ellas... bueno, ellas lo ignoraban, yo lo sabía, pero así creía que las cosas cambiarían de algún modo algún día. Luego me di cuenta de que los cristales tintados no son buena cosa, que las historias, y los poemas, y las canciones y hasta las obras de teatro que no son juzgadas se vuelven odiosas hasta para su autor, y me di cuenta de que la melodía que canturreaba no la había compuesto. Me creí bobo, y olvidé el amor. O lo intenté.