jueves, 3 de octubre de 2013

Chloé (la sombra)

Alguna vez los días de lluvia se llevaron entre gota y gota el mínimo rastro de sonrisa. Esos días, las sombras malditas de su piso (o quizás él era el huésped en un piso de sombras), se daban cuenta perfectamente y le daban un pequeño respiro. La inmensidad desoladora de la ciudad se llevaba su perspectiva mojada sobre los tejados que se extendían en el infinito, en espacio y tiempo. Se sentía entonces encerrado pacientemente en un gris pesado e incómodo, alejado incluso de su triste reflejo en la ventana, desfigurado por los miles de pequeños microespejos que caían del cielo con una constancia arrebatadora. Además, en aquella ciudad siempre llovía por horas, horas ociosas para las sombras malditas, que jugaban a esconderse de las pocas luces que iluminaban un piso de propietario indefinido. Era en aquellos días donde intentaba recuperar el verso perdido de Neruda, sin darse cuenta de que la respuesta estaba justo frente a él, deslizándose por la superficie de su ventana, que era como una barrera de seguridad entre su soledad incólume y el mundo calado que intentaba apartar aquellas nubes pesadas de su frente.

Todos los posibles recuerdos estaban enterrados bajo años de aprender a sobrevivir sin ellos, y aún así le seguían doliendo, como cicatrices evaporadas. Era por eso que los días feos, como él los llamaba, decidía quedase colgado de aquella ventana, que era como una salvación, un salto al vacío para no ver lo que conllevaba lo lleno. Los libros le mordían las manos, y Márquez, o Darío, se convertían en sus confesores y verdugos, y de ninguna manera se atrevía a escuchar música. Así, sus sombras danzaban sobre su cabeza, en las altas bóvedas del salón por el que alguna vez se deslizó Chloé, sin hacer ruido, tal y como ahora. El rastro de su aura quedó atrapado en aquella atmósfera dorada, digna de algún cuadro de Velázquez, y su rastro era un camino de perdición para él, que lo seguía cada mañana, acariciando las paredes que contenían para toda la eternidad lo único que quedaba de ella: la silueta silenciosa. Cierto día, se dio cuenta de que aquello era una sombra, y un recuerdo, y volvió a caer en la desidia de los días de luvia.