Dalia se
incorporó sin pereza sobre la gigantesca duna de cenizas de plata, voluble y
tan brillante como cuando era candelabros y lámparas, y vajilla de Amberes, y
oteó el sol sin demasiada desesperación. Entraba claro y radiante, entre la
nube de humo negro que flotaba en torno a la silueta de la desaparecida casa,
de la cual quedaba el carbonizado espectro rectangular, enorme y mitológico, en
el centro exacto de ninguna parte.
De las
desmedidas columnas corintias que soportaron las cúpulas imposibles, quedaban
sólo los huecos entre las plantas carnívoras y los geranios que las habían
rodeado con el paso de los años y años de abandono silencioso. Los asfixiantes
vegetales, por el contrario, no habían sufrido el fuego, porque eran obra de la
naturaleza; como las petunias del ala este; o la propia Dalia. Ahora todas
ellas se dejaban mecer al unísono y sin pretenderlo por el viento, que, cruel y
sádico, no paraba de dar vueltas alrededor de aquella colina encantada, según
dijo en vida su abuela, para levantar las cenizas de todo lo que ya no le
quedaba y llevárselas a algún lugar incierto y lejano, un viento que siempre
había estado maldecido por la familia y que al final se había tomado su
venganza.
Ni tan
siquiera el fantasma de su abuela tenía nada más que aquella infinita pila de
polvo y pavesas frías, y un montón de recuerdos ciegos y antiguos, atados a las
raíces de la casa desde que se construyó, ciento dos años atrás. Aquel espectro
de la enorme mujer se quedó muy de pie, más viva que su propia nieta, muda,
silenciosa testigo y protagonista de su insólita desgracia. Con un gesto de
reprobación, lloró de impotencia unas cuantas lágrimas invisibles, lamentando
con los ojos el destino irremediable de su gloria pasada. Ella, que había sido
el amor inalcanzable e inspiración de Gauguin, amante de césares y augustos, la
mujer más deseada por los hombres y más aborrecida por las mujeres de todo el
Caribe; ella, que había superado incluso a la muerte con el fin de preservar
intacta toda su herencia, se despertaba sumida en la más absoluta de las
miserias. Pero su condición de no-viva no era ningún impedimento para dejarse
ser desvalijada por un detestable viento que ahora arremetía contra el único
tesoro que aún se levantaba un palmo sobre el suelo denso de cenizas frías: las
flores, regalo directo de cualquier sultán, que ella misma había plantado bajo
la atenta mirada del cornudo de su marido, la excusa andante y perfecta
que avivó hasta su muerte la llama del amor infiel y satisfactorio.
Las quiméricas flores ahora pugnaban por no
ser arrancadas por aquel soplo matutino, mientras Dalia seguía inmersa en
descifrar su propia mirada perdida. Desde la temprana muerte de sus padres por
tifus y la tutela (casi regencia), de su abuela, había desarrollado hasta puntos
inadmisibles el don natural de la clarividencia, su guía instintiva más fiable.
Había previsto absolutamente todo, como el actual intento de su abuela para que
el viento no se llevase las flores, que, con un sonido de pompa, brotaban de la
tierra, con las raíces incluidas, y se quedaban estancadas en aquella corriente
gris de aire malvado. De hecho, oía a sus espaldas los manotazos estériles
luchando contra el remolino, e incluso un resuello marcado y pesaroso. En un
principio quiso girarse y abrazar al único familiar que le quedaba. Pero luego
se acordó de que también había previsto eso, y se dedicaba a prever más.
Su
abuela, una vez el viento arrancó la última flor, se evaporó para siempre en el
olvido, siendo tragada por la misma brisa que peleaba. Se despidió llorando de
rabia y disgusto, igual que cuando murió por primera vez, herida de muerte por
la avaricia que la había llevado a ansiar todo el oro del mundo, y que también
la había llevado al paredón en la Gran Revolución. Ahora su tumba, cicatriz
inexistente bajo todo lo que habían amasado sus glotonas manos en vida, quedaba
poblada tan sólo por un montón de huesos sin significado, embutidos en un ataúd
de mármol de Grecia, demasiado pequeño para aquel esqueleto de dinosaurio
humano.
Dalia
también había vaticinado esto, y no se giró para despedirse de las lágrimas de
ceniza en el viento que dejó su abuela. Tan sólo se quedó allí sentada, como lo
había estado toda su vida, en silencio, como lo había estado desde que naciera.
Todo aquel tiempo jamás lloró, ni siquiera de bebé, o se intentó comunicar;
porque siempre supo lo que acabaría ocurriendo, de una manera o de otra,
siempre supo que era el destino irremediable el que gobernaba el mundo con sus
hilos invisibles. Todos los doctores, psicólogos y chamanes de pago la habían
diagnosticado como a una retrasada, con el mayor de los respetos que infundían
los cuartos que llenaban sus bolsillos tras sesiones y sesiones inútiles. Pero
ella, y tan sólo el viejo mayordomo guajiro de la familia, sabían la verdad:
Dalia preveía el futuro, y por eso no hablaba. Aquella maldición la dejó para
siempre como un mueble más de los miles de aquella enorme mansión colonial, tal
y como quedaba ahora.
Y así, Dalia
se mantuvo muy quieta, sentada, prediciendo y prediciendo el mismo mundo que se
creaba a sus ojos, viviendo sin pasado ni futuro, sin recuerdos ni
sentimientos, tan sólo viviendo un presente que reconocía al instante cada vez
que parpadeaba, recordando algo que surgía al momento frente a sus ojos.
Durante años y años, hasta que murió, y los nativos de alrededor le hicieron
una estatua a la orilla de la enorme masa de cenizas de plata solidificada,
como si fuera un mar triste y seco.