sábado, 23 de noviembre de 2013

Cuento corto: Plata

Dalia se incorporó sin pereza sobre la gigantesca duna de cenizas de plata, voluble y tan brillante como cuando era candelabros y lámparas, y vajilla de Amberes, y oteó el sol sin demasiada desesperación. Entraba claro y radiante, entre la nube de humo negro que flotaba en torno a la silueta de la desaparecida casa, de la cual quedaba el carbonizado espectro rectangular, enorme y mitológico, en el centro exacto de ninguna parte.

De las desmedidas columnas corintias que soportaron las cúpulas imposibles, quedaban sólo los huecos entre las plantas carnívoras y los geranios que las habían rodeado con el paso de los años y años de abandono silencioso. Los asfixiantes vegetales, por el contrario, no habían sufrido el fuego, porque eran obra de la naturaleza; como las petunias del ala este; o la propia Dalia. Ahora todas ellas se dejaban mecer al unísono y sin pretenderlo por el viento, que, cruel y sádico, no paraba de dar vueltas alrededor de aquella colina encantada, según dijo en vida su abuela, para levantar las cenizas de todo lo que ya no le quedaba y llevárselas a algún lugar incierto y lejano, un viento que siempre había estado maldecido por la familia y que al final se había tomado su venganza.

Ni tan siquiera el fantasma de su abuela tenía nada más que aquella infinita pila de polvo y pavesas frías, y un montón de recuerdos ciegos y antiguos, atados a las raíces de la casa desde que se construyó, ciento dos años atrás. Aquel espectro de la enorme mujer se quedó muy de pie, más viva que su propia nieta, muda, silenciosa testigo y protagonista de su insólita desgracia. Con un gesto de reprobación, lloró de impotencia unas cuantas lágrimas invisibles, lamentando con los ojos el destino irremediable de su gloria pasada. Ella, que había sido el amor inalcanzable e inspiración de Gauguin, amante de césares y augustos, la mujer más deseada por los hombres y más aborrecida por las mujeres de todo el Caribe; ella, que había superado incluso a la muerte con el fin de preservar intacta toda su herencia, se despertaba sumida en la más absoluta de las miserias. Pero su condición de no-viva no era ningún impedimento para dejarse ser desvalijada por un detestable viento que ahora arremetía contra el único tesoro que aún se levantaba un palmo sobre el suelo denso de cenizas frías: las flores, regalo directo de cualquier sultán, que ella misma había plantado bajo la atenta mirada del cornudo de su marido, la excusa andante y  perfecta que avivó hasta su muerte la llama del amor infiel y satisfactorio.

 Las quiméricas flores ahora pugnaban por no ser arrancadas por aquel soplo matutino, mientras Dalia seguía inmersa en descifrar su propia mirada perdida. Desde la temprana muerte de sus padres por tifus y la tutela (casi regencia), de su abuela, había desarrollado hasta puntos inadmisibles el don natural de la clarividencia, su guía instintiva más fiable. Había previsto absolutamente todo, como el actual intento de su abuela para que el viento no se llevase las flores, que, con un sonido de pompa, brotaban de la tierra, con las raíces incluidas, y se quedaban estancadas en aquella corriente gris de aire malvado. De hecho, oía a sus espaldas los manotazos estériles luchando contra el remolino, e incluso un resuello marcado y pesaroso. En un principio quiso girarse y abrazar al único familiar que le quedaba. Pero luego se acordó de que también había previsto eso, y se dedicaba a prever más.

Su abuela, una vez el viento arrancó la última flor, se evaporó para siempre en el olvido, siendo tragada por la misma brisa que peleaba. Se despidió llorando de rabia y disgusto, igual que cuando murió por primera vez, herida de muerte por la avaricia que la había llevado a ansiar todo el oro del mundo, y que también la había llevado al paredón en la Gran Revolución. Ahora su tumba, cicatriz inexistente bajo todo lo que habían amasado sus glotonas manos en vida, quedaba poblada tan sólo por un montón de huesos sin significado, embutidos en un ataúd de mármol de Grecia, demasiado pequeño para aquel esqueleto de dinosaurio humano.

 Dalia también había vaticinado esto, y no se giró para despedirse de las lágrimas de ceniza en el viento que dejó su abuela. Tan sólo se quedó allí sentada, como lo había estado toda su vida, en silencio, como lo había estado desde que naciera. Todo aquel tiempo jamás lloró, ni siquiera de bebé, o se intentó comunicar; porque siempre supo lo que acabaría ocurriendo, de una manera o de otra, siempre supo que era el destino irremediable el que gobernaba el mundo con sus hilos invisibles. Todos los doctores, psicólogos y chamanes de pago la habían diagnosticado como a una retrasada, con el mayor de los respetos que infundían los cuartos que llenaban sus bolsillos tras sesiones y sesiones inútiles. Pero ella, y tan sólo el viejo mayordomo guajiro de la familia, sabían la verdad: Dalia preveía el futuro, y por eso no hablaba. Aquella maldición la dejó para siempre como un mueble más de los miles de aquella enorme mansión colonial, tal y como quedaba ahora.

Y así, Dalia se mantuvo muy quieta, sentada, prediciendo y prediciendo el mismo mundo que se creaba a sus ojos, viviendo sin pasado ni futuro, sin recuerdos ni sentimientos, tan sólo viviendo un presente que reconocía al instante cada vez que parpadeaba, recordando algo que surgía al momento frente a sus ojos. Durante años y años, hasta que murió, y los nativos de alrededor le hicieron una estatua a la orilla de la enorme masa de cenizas de plata solidificada, como si fuera un mar triste y seco. 


jueves, 3 de octubre de 2013

Chloé (la sombra)

Alguna vez los días de lluvia se llevaron entre gota y gota el mínimo rastro de sonrisa. Esos días, las sombras malditas de su piso (o quizás él era el huésped en un piso de sombras), se daban cuenta perfectamente y le daban un pequeño respiro. La inmensidad desoladora de la ciudad se llevaba su perspectiva mojada sobre los tejados que se extendían en el infinito, en espacio y tiempo. Se sentía entonces encerrado pacientemente en un gris pesado e incómodo, alejado incluso de su triste reflejo en la ventana, desfigurado por los miles de pequeños microespejos que caían del cielo con una constancia arrebatadora. Además, en aquella ciudad siempre llovía por horas, horas ociosas para las sombras malditas, que jugaban a esconderse de las pocas luces que iluminaban un piso de propietario indefinido. Era en aquellos días donde intentaba recuperar el verso perdido de Neruda, sin darse cuenta de que la respuesta estaba justo frente a él, deslizándose por la superficie de su ventana, que era como una barrera de seguridad entre su soledad incólume y el mundo calado que intentaba apartar aquellas nubes pesadas de su frente.

Todos los posibles recuerdos estaban enterrados bajo años de aprender a sobrevivir sin ellos, y aún así le seguían doliendo, como cicatrices evaporadas. Era por eso que los días feos, como él los llamaba, decidía quedase colgado de aquella ventana, que era como una salvación, un salto al vacío para no ver lo que conllevaba lo lleno. Los libros le mordían las manos, y Márquez, o Darío, se convertían en sus confesores y verdugos, y de ninguna manera se atrevía a escuchar música. Así, sus sombras danzaban sobre su cabeza, en las altas bóvedas del salón por el que alguna vez se deslizó Chloé, sin hacer ruido, tal y como ahora. El rastro de su aura quedó atrapado en aquella atmósfera dorada, digna de algún cuadro de Velázquez, y su rastro era un camino de perdición para él, que lo seguía cada mañana, acariciando las paredes que contenían para toda la eternidad lo único que quedaba de ella: la silueta silenciosa. Cierto día, se dio cuenta de que aquello era una sombra, y un recuerdo, y volvió a caer en la desidia de los días de luvia.

lunes, 9 de septiembre de 2013

El mordisco. (el invierno)

El trazo de sus dedos en el aire indicaba inequívocamente una presencia de ánimo apesadumbrada. Se sorprendió más de una vez mirando al infinito sin ningún tipo de reparo o discreción, una mirada que parecía devorar los kilómetros y que consumía a cambio la luz del sol. Por eso había dejado todo atado y bien atado, para no tener ningún tipo de excusa que le rogase volver. Desterró también de su repertorio a Debussy, a Chopin, y a cualquier otro piano francés que pudiera sangrar en su cuarto los días de lluvia, resbalando por las paredes e inundando su alma. Muy a su pesar, dejó de lado también la asistencia al vuelo planeado de sus ideas al atardecer. Como quien se aferrase a una estrella suicida, erraba perdido, pero al menos entero. París, gentilmente, le había entregado un invierno frío y seco, que hacía las veces de verdugo y escultor, cincelando la ciudad a su antojo de sádico, congelando el Senna y congelando las ávidas manos de Áureo cuando se quedaba admirando la precisión barroca con la que la Torre Eiffel simulaba balancearse, queriendo imitar a los árboles. Pese a todo, Áureo sabía que se mentía a sí mismo, delatado en el brillo de su mirada. Sabía que escuchaba a Debussy y a Chopin casualmente en los mismos cafés todos los días, que en realidad odiaba el frío, que añoraba ver volar a sus ideas dibujando círculos en el techo, y que no miraba al infinito, sino donde realmente deseaba estar: siempre al oeste al anochecer, siempre al este al amanecer. Áureo necesitaba el sol, y con él volver a coincidir con su sombra, que no era sino un molesto extraño que daba tumbos sin encajar un sólo momento con él.

jueves, 25 de julio de 2013

(extracto)

Una risa corrosiva soltada entre dientes, carcomidos a su vez por una enfermedad cuyo nombre ignoraba, le recibió como una pesada capa gris en aquel antro, gris ya de por sí. Caminó un par de pasos más en lo que él sabía de sobra que era una oscuridad insondable, y se dejó mecer por aquella risa cuya causa debía ser vomitiva, pero que llegaba a sus oídos como dedos de plata. Ebrio de sobriedad, le faltó tiempo de amarrarse al triste madero que hacía de barra. La risa continuaba resonando, entrecortada por algún azaroso ataque cancerígeno de tos, producido por uno de cualquiera de los miles de cigarros consumidos en aquel asfixiante ambiente. La cargada atmósfera le envolvió como una deliciosa maraña oscura que se deslizaba esquivando las escasas tres bombillas, que chupaban luz casi desesperadamente. Miró un par de veces a los lados, y tan sólo vio un par de pobres diablos sin rostro apoyados en cualquier lugar de la barra, aferrados a su mísero vaso como a una tabla de salvación, con las cabezas gachas y bebiendo en perfecta armonía cada tres segundos, como temiendo que su vaso se desangrase en alcohol. Pidió con un gruñido que quizás fue comprensible al camarero gordo y de mirada podrida, y bebió. Alguna puñalada hubo de verter, pero el resto dieron de lleno. En un tiempo que no acabó de concretar, en un espacio en el que no había ninguna señal de referencia más que él mismo y su vaso, acabó por perderse.

Se evaporó, casi fundiéndose con la atmósfera.

Perdió por primera vez en varios días el peso que le castigaba los hombros y al espalda, y llegó a creerse libre de él.

Tan sólo sentía tímidamente el tacto rugoso del olor cuando subía el vaso, la cordialidad del líquido, y la quemazón breve en la garganta.

Llegó un momento en el que no sabía si estaba durmiendo, o muerto, o tan sólo si seguía en aquel antro de los suburbios.

Luego, cuando fue a beber la siguiente vez, notó tan sólo el tacto frío del vaso vacío y el olor burlón del licor volado. Dejó el vaso en la barra, y cuando sus dedos soltaron el abrazo de hierro, el peso, y su conciencia de ser, y la incómoda sensación de soledad le asaltaron, haciéndole tambalearse un segundo tras aquella repentina vuelta a la realidad.

Escuchó la risa corrosiva muy cerca, y una voz ajada y amarillenta que le dijo a un paso:

-Vamos, le ayudaré a sentarse.

Un brazo le agarró del hombro, y se sentó en una broma de mesa con el hombre de la voz  ajada y la risa corrosiva. Le volvió a decir:

-El tiempo devora tiempo.

No hubo más conversación. El resto fue un continuo flotar en la oscuridad del bar, lidiando con un entumecimiento mortal de todo el cuerpo, pero con la soledad, el peso y su conciencia bien cosida a su espalda. Tras un impreciso tiempo, el pestañeo se le hizo regular y la boca comenzó a saberle seca. Su compañero no estaba a su lado, y su reloj le recordó de manera insolente toda la prisa. El tiempo había vuelto a devorar tiempo. Se ajustó el valor y el abrigo, y abandonó casi guiado por instinto aquel antro.

miércoles, 29 de mayo de 2013

(1)

Aquella noche intentó dibujar a alguna de las mujeres, de sus mujeres; aquellas que le quitaban el sueño y se vestían de palabras que él sacaba a duras penas de un tintero, cada vez más y más vacío. Y otra vez sólo encontró el reposo mecedor de lado a lado del vacío de su memoria. Acaso pudo rescatar breves bocetos: los ojos de una, el color de las mejillas de otra cuando nevaba, la sonora risa nerviosa de la chica de las pecas. Nunca llegó a configurar un rostro de esos que arrastraron a cualquiera al abismo de la soledad consentida. Cuando parecía haber conseguido recordar el suave tacto del pelo de detrás de la oreja de una, la sonrisa de las pupilas de otra le arrebataba de los dedos el gesto. Abrió los ojos, enfadado, con una mueca estúpida en la boca, de la cual colgaba un beso al aire, y no supo cómo llamar a eso.

El amor por la chica del vestido rojo, fue la mejor opción que obtuvo después de un rato cavilando al borde de la aguja corta del reloj.

Cuando recuperó del infinito su mirada por enésima vez, la clavó en el din A-3 que estaba extendido perezosamente como una sábana sobre su mesa. Algunos toques de color dispersos, estúpidos, desordenados, al azar, irritantes. No tenía nada, otra vez. Luego de un rato maldiciendo aquella cruel broma del destino sobre el papel, estaba dispuesto a quemarlo, como tantos otros, otra vez.

La  témpera estaba aún fresca. Olía demasiado. Primero suspiró por su decadente memoria de viejo, que le hacía perderlas gota a gota a cada una. Luego volvió a respirar melancólico aquel familiar aroma de témperas. Y otra vez. No era la témpera. Él olía tan sólo un perfume, une ètrange parfum français que no sabía de cuál de ellas era. Las imaginó a todas bailando en el Moulin de la Galette, como quizás ya hizo Renoir, pero ninguna de ellas podría haber siquiera olido así. En la  perfección que era el hecho de recordarlas incompletas, él sabía que no era suyo aquel perfume. Se le clavaba en la garganta cuanto más cerraba los ojos y aspiraba bien hacia dentro.

Las repasó una a una, y ninguna consiguió olerle así. Quizás es que no era ninguna de sus mujeres, las de los papeles, las escritas, las que no eran, las que fueron, y serían cada vez que leyera sus historias pintarrajeadas con tinta y bourbon. Quizás fue aquella, la de verdad.

miércoles, 20 de marzo de 2013

El rojo silencioso y eterno de sus labios.

La primera norma era no preguntar. La segunda era no responder. Con esta tesitura cualquier intento de conocer más allá de la torpe y nerviosa simpatía tras los dos besos reglamentarios resultaba casi inútil. Aquella sensación de vacío oral se difuminaba tras los modales y gestos caballerosos: él siempre las dejaba pasar primero, las acomodaba en la silla, les reía los chistes con una risa calculada para que no sonase exagerada ni sarcástica; y aquellos eran los modales de su padre, el eterno caballero que le enseñó bastante poco en general, pero cuyos escuetos consejos tenía aprendidos mejor que sus estúpidos estudios de Derecho. Normalmente tenía siempre un par de frases preparadas para evitar los silencios incómodos entre los entremeses y los primeros platos, e incluso la tercera e inevitable norma de evitar las carnes asadas por su tardanza excesiva. Siempre controlaba el tiempo de su reloj de muñeca sin dejar de apuntar mentalmente con una precisión pulida el lenguaje corporal de su futura amante; como tampoco evitaba las mentiras que ellas escuchaban con una sonrisa de agrado y satisfacción. Solía canturrear entre dientes la melodía del piano del restaurante,  que le había costado unos cuantos billetes, como también invitaba siempre a un traguito de un Oporto caro después de los postres. Tras eso, el viaje en coche y los modales y modestias estúpidas y fingidas quedaban superados a medida que se acercaban a su casa.

Una casa que conoció muchos tacones y gemidos distintos; y muchos sonidos de vestidos que caían al suelo,  y muchas medias que volaban siempre hacia abajo.

Sin embargo, hubo un otoño que llovió más que de costumbre, y una de aquellas amantes casuales pagadas que revolvió sus esquemas.

Llegó desafiante, y hermosa, y se mostró fría en el saludo. Aquel "Hola" seco que apenas se mojó entre el trayecto del coche al porche, y con un sutil acento del este de Europa le hizo esbozar una sonrisa complacida, el primer triunfo de aquella mujer esa noche. Los modales caballerosos parecieron no impresionar aquella mirada intrigada y experta, y por vez primera, él se sintió el analizado. Hubo más silencios que de costumbre, pero no incómodos, sino disfrutados. Él no pudo evitar resistirse al rojo tímido de sus labios, casi silencioso, que atraía sus ojos magnéticamente, y hacía que sus palabras fuesen lentas y trabadas.

Ella pidió carne asada.
Ella le rió los chistes secamente.
Ella le mintió, y fue él quien fingió creer.
Ella fue quien propuso un licor fuerte tras los postres.


"La cita se ha acabado", dijo al cruzar las puertas del restaurante. "Déjame invitarte a una copa", dijo él, sorprendido, a la vez que sufría una especie de vértigo. Ella se acercó, le besó el cuello de la camisa, y le cobró igual por las dos horas de la cena.

Y así el rojo silencioso de sus labios se hizo eterno en el cuello de su camisa, discreto pero inevitable.
Nunca volvió a verla, ni volvió a llevar a cabo su rutinaria cena de los sábados.

jueves, 28 de febrero de 2013

Lionman

Nunca había sabido escribir una carta de amor. La falta de costumbre se mezclaba peligrosamente con la falta de voluntad, fundiéndose en un abrazo que le encogía el alma. Cierto es que no había a quién mandarla, pero se dio cuenta de ello un día cualquiera, en un momento cualquiera, cayó en la cuenta de repente; y fue como verse al instante al borde de un abismo profundo y rocoso. Le entró el vértigo y el pánico, y tuvo que hacer equilibrio para no caer hacia delante.

Cierto era también que ya no se escribían esas cartas.

Dudaba incluso de si había cartero.

Intentó reunir el valor y las ganas para sentarse a ese enemigo con cuerpo de papel, un folio en blanco que se le hizo de denso y profundo, de interminable, como su abismo, y tuvo que darle un par de tragos al matarratas de su vaso para poder siquiera sentarse correctamente. Lo cierto es que, tras un tiempo que ni los relojes parecieron poder calcular, le dio dos sorbos callados con la pluma al tintero, una pluma que se movió sobre el papel, arañando palabras de hierro, pesadas y ciertas, pero que se emborronaban con cada nueva curva. Tiró la pluma.

Cierto era que sabía exactamente quién era el receptor.

Pero seguía dudando de si había cartero.

Al final la historia de la carta acabó donde tantas otras, abandonadas en una habitación cercana al tenebrismo de Caravaggio. Acabó en nada. Algo le decía que era un mentiroso, incluso consigo mismo. Le pareció incluso ver llegar al cartero en moto.

Cierto es.
Pero dudaba de si era verdad o no, así que acabó olvidando aquel problema a base del matarratas de su vaso.


lunes, 11 de febrero de 2013

7 am


 Café frío.

Y quizás demasiadas preguntas por responder.  Preguntas que se hacían pesadas mientras volvía a canturrear aquella estúpida melodía. ¿Quién se la había enseñado? Otra más a sumar a la lista.

Café frío, y demasiadas preguntas.

Y una niebla que no invitaba demasiado a salir. Y una estufa demasiado cerca de sus manos heladas, y el calor que actuaba como pegamento.

Una niebla que parecía no querer abandonar la silueta de la ciudad.

Y unas ganas exasperantes por su ausencia. Ganas de volver a llamarla. Pero el móvil quemaba, y le temblaban los dedos, y se le descomponía el estómago.

Y sonrisas. Sonrisas peligrosas cuando se atrevía (y se permitía ) recordar. Sonrisas inesperadas que le sorprendían, y le hacían abrir mucho los ojos.

Pero también faltas. Y ojeras de las noches que más le costó  dormir, con algún pelotazo en el cuerpo de más.

Y falta de café, entonces.

Y una niebla sorda y espesa en toda su vida, entonces.

Y una falta de ganas de todo alarmantes, entonces.

Pero, igual que ahora, demasiadas preguntas sin responder.

Y, al igual que la niebla, no parecía querer despejarse la duda.

Con más inercia que intención, se apoyó sobre la encimera de la cocina, con cuidado de no mancharse con el café. Estuvo un rato escuchando la radio, sin prestar demasiada atención a lo que eran impactantes y frescas noticias. Todos los días moría alguien. Todos los días había más casas vacías y más mendigos apilados en los callejones. Era cuestión de cambiar nombres y escuchar diferentes excusas, o soluciones lejanas y dilatadas en el tiempo. Ella podría haber intentado haber hecho eso. Ahora él podía solo imaginarlas. Se terminó el café, apretando los ojos por el desagrado del frío, y se fue.