miércoles, 12 de septiembre de 2012

El eco del susurro.

La historia la escriben los vencedores, y desde luego que él no lo hizo. Ni venció, ni la escribió. Las cosas pudieron suceder de mil maneras distintas para cada uno, pero ocurrieron tan sólo de una. Lo malo es que esa verdadera versión se perdió en las mentiras, se hundió en el tiempo, ya ya nadie la recuerda (o se atreve a hacerlo). La soledad de los días lluviosos se presentó en su portal mil y una veces, y llamó a la puerta, y esperó pacientemente. Él jamás quiso abrir, pero tuvo que acceder. Y así pasó las horas muertas y los días fríos, viendo películas viejas y dejándose engañar por sí mismo con fantasías alocadas con Chloé, la chica de la limpieza, que se movía como un fantasma por las habitaciones, mientras él miraba al infinito punto del horizonte sentado en su butaca, de cara al ventanal del balcón. En aquel infinito punto del horizonte él se levantaba de la butaca, se giraba, agarraba con pasión a Chloé de la cintura y le arrancaba el sedoso vestido que llevaba. Pero luego el áspero sabor del Bourbon le devolvía al sofá. El amor le daba sed, por eso su vaso viajaba de la mesita de madera a sus labios cada pocos segundos. Cada día veía a Chloé moverse por aquella broma que él llamaba casa, tan grácil y sigilosa como una sombra, una de las muchas que surcaban el techo, llegando desde las altas farolas de las calles hasta aquellas bóvedas altas sobre su cabeza que siempre quiso tocar. Él miraba con igual admiración a ambas, a las sombras del techo y a la chica de la limpieza, pues eran su única compañía en su destartalada vida.

Y, entre los suaves vuelos de Chloé, el sonido metódico y acompasado de la lluvia fuera, las noches de insomnio mirando al techo, asombrado por las sombras, y los largos y lentos tragos al Bourbon, comenzó a olvidar él también aquella historia, tan clásica como tantas otras, de esas en las que siempre uno de los dos acaba mal, y del otro sólo encuentran trazadas unas líneas en folios sueltos. Una vez, hasta se atrevió a sonreír a Chloé, cuando le abrió la puerta. Lo que usualmente hacía cuando ella llamaba a la puerta era levantarse de su butaca, arrastrar los pies hasta el marco blanco cenizo, abrir con desgana, y gruñir una palabra entre el "Hola", el "Buenos Días", y el "Pasa", demasiado aterciopelada por la noche en vela con el alcohol y el frío recorriendo su garganta ya casi por instinto. Aquel día en el que le sonrió, sin embargo, había bebido menos, y hasta había llegado a dormir algo. Abrió la puerta como siempre, y cuando sus ojos se encontraron en aquel punto muerto entre el vestíbulo y el rellano, la sonrisa brotó en sus labios como por casualidad. Ella no supo realmente bien que quería decir aquella desvencijada sonrisa, algo cansada y con demasiada poca fe, así que respondió con una media sonrisa rápida, y entró.

Él nunca supo más de Chloé cuando se fue aquella tarde, al acabar de limpiar todas las habitaciones. Tras su sonrisa caída a un precipicio, volvió a su butaca, a su ventana llovida, a mirar por el reflejo de la misma a Chloé, viéndola más guapa que nunca. Sin embargo ella se fue, con un "Au revoir" que sonó casi como un susurro, pero que los días siguientes, en su ausencia, resonaron con un eco inusitado por toda la casa. No volvió más, y él ni siquiera quiso imaginarse qué versión de la historia contaría ella, qué había llegado a pensar. Vencido otra vez, se quedó allí, en la butaca, ahora sin más necesidad que la de tener una botella siempre cercana al vaso, que parecía desangrarse en alcohol cada pocos segundos. Al menos las sombras nocturnas sí volvieron, igual que el polvo y el desorden; igual que la sombra de Chloé, que, si no en la realidad, al menos en su cabeza seguía recorriendo los pasillos en silencio y con un sigilo cuidadoso y calculado.

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