miércoles, 29 de mayo de 2013

(1)

Aquella noche intentó dibujar a alguna de las mujeres, de sus mujeres; aquellas que le quitaban el sueño y se vestían de palabras que él sacaba a duras penas de un tintero, cada vez más y más vacío. Y otra vez sólo encontró el reposo mecedor de lado a lado del vacío de su memoria. Acaso pudo rescatar breves bocetos: los ojos de una, el color de las mejillas de otra cuando nevaba, la sonora risa nerviosa de la chica de las pecas. Nunca llegó a configurar un rostro de esos que arrastraron a cualquiera al abismo de la soledad consentida. Cuando parecía haber conseguido recordar el suave tacto del pelo de detrás de la oreja de una, la sonrisa de las pupilas de otra le arrebataba de los dedos el gesto. Abrió los ojos, enfadado, con una mueca estúpida en la boca, de la cual colgaba un beso al aire, y no supo cómo llamar a eso.

El amor por la chica del vestido rojo, fue la mejor opción que obtuvo después de un rato cavilando al borde de la aguja corta del reloj.

Cuando recuperó del infinito su mirada por enésima vez, la clavó en el din A-3 que estaba extendido perezosamente como una sábana sobre su mesa. Algunos toques de color dispersos, estúpidos, desordenados, al azar, irritantes. No tenía nada, otra vez. Luego de un rato maldiciendo aquella cruel broma del destino sobre el papel, estaba dispuesto a quemarlo, como tantos otros, otra vez.

La  témpera estaba aún fresca. Olía demasiado. Primero suspiró por su decadente memoria de viejo, que le hacía perderlas gota a gota a cada una. Luego volvió a respirar melancólico aquel familiar aroma de témperas. Y otra vez. No era la témpera. Él olía tan sólo un perfume, une ètrange parfum français que no sabía de cuál de ellas era. Las imaginó a todas bailando en el Moulin de la Galette, como quizás ya hizo Renoir, pero ninguna de ellas podría haber siquiera olido así. En la  perfección que era el hecho de recordarlas incompletas, él sabía que no era suyo aquel perfume. Se le clavaba en la garganta cuanto más cerraba los ojos y aspiraba bien hacia dentro.

Las repasó una a una, y ninguna consiguió olerle así. Quizás es que no era ninguna de sus mujeres, las de los papeles, las escritas, las que no eran, las que fueron, y serían cada vez que leyera sus historias pintarrajeadas con tinta y bourbon. Quizás fue aquella, la de verdad.