domingo, 1 de julio de 2012
Fase1
Recuerdo con añoranza aquellas esculturas de mujeres que ya solía yo añorar cuando era joven, antes de madurar, antes de perderlas por completo. Me embelesaban y yo les escribía canciones mudas, versos sordos, historias ciegas. Las miraba pasar de largo mientras canturreaba aquella estúpida melodía que yo mismo creí haber compuesto; las llegaba a adorar desde el punto muerto de su conocimiento, desde su ignorancia inadvertida hacia mi cariño. Luego ponía muchos adverbios seguidos y creía que estaba bien. Mandaba cartas sin sellar, apartaba la soledad a un lado como un montón de basura. Aquel amor estúpido absorbió varios años de mi vida, teniéndome a mí como un espía tras un cristal tintado, rehén voluntario de mí mismo. Ellas... bueno, ellas lo ignoraban, yo lo sabía, pero así creía que las cosas cambiarían de algún modo algún día. Luego me di cuenta de que los cristales tintados no son buena cosa, que las historias, y los poemas, y las canciones y hasta las obras de teatro que no son juzgadas se vuelven odiosas hasta para su autor, y me di cuenta de que la melodía que canturreaba no la había compuesto. Me creí bobo, y olvidé el amor. O lo intenté.
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