miércoles, 15 de agosto de 2012

El verso perdido de Neruda (Lluvia)

Las curvas de aquella mujer era de lo poco que había conseguido recordar desde que ella desapareciese. Enrocado en su butaca, miraba la lluvia atravesar el cielo y castigar la soberbia de la ciudad. Su vejez estaba calada en él por cada arruga, estaba presente en el brillo de experiencia que delataban sus ojos. Esos ojos azules (creía recordar él), habían sido los que la habían conquistado. A ella. Ahora era sólo ella, no había nombre donde esconder sus recuerdos. Tan sólo recordaba las curvas de su barbilla, sus pómulos, sus bonitos ojos... del color que fueran. Su pelo largo y rubio, su cuerpo de mármol, esculpido por Miguel Ángel, el ritmo cardíaco acelerado que le producía mirarla fijamente a los ojos.

La edad no conseguía expulsarla de su memoria. Como tampoco lo había conseguido el alcohol. Ni las otras mujeres. Como la que le miraba atentamente desde la fría inmovilidad de una foto en su mesilla. Su mujer. Tampoco recodaba su nombre. Miró un poco más a la lluvia que destronaba los días cálidos de aquel inusual otoño. Sabía que había desperdiciado mucho tiempo intentando recordar su nombre, y sus ojos. Era terrible. Él, el autor de los cuadros más abstractos del mundo, no podía siquiera intentar un boceto suyo. Solía buscar refugio de su atormentada necesidad de recordarla como fuera en la poesía. También inspiración, por ver si uno de los versos suaves de Neruda le daba alguna pista. También escuchaba tranquilamente cada canción que le recordara a ella, cada nota, cada matiz. Pero nada. Todo se hundía en el inconmensurable lago de su memoria.

Mientras cerraba los ojos con cansancio y resignación, suspiró. La respuesta que él ignoraba estaba salpicando su ventana. Lluvia. Ojos azules. Tan libre como ella. Tan infinitamente perfecta.


 Pero él desistió, y prefirió intentar olvidar.