miércoles, 29 de febrero de 2012

De tono, peladilla.

No me importa que te vayas a Londres. Bueno, sí, pero que sepas que es complicado perder a tu sombra, créeme. Que hay locos y hay locos, y luego estoy yo, trece pasos más allá. A ver, que sepa dos palabras en portugués no implica que no podamos irnos a Cádiz a ver pasar la vida tranquilamente, o que gastemos lo que nos quede en Las Vegas. Créeme, por mucho que te me escapes a Londres no vas a librarte de mí tan fácilmente. Porque una cosa es el tema ese tuyo de los banquillos y el otro el del fútbol. Que sólo con pasión por la bola no se gana, y eso lo sabes tú muy bien, Napoleón, estratega. José, al fin y a cabo, o Johan, en el Chivas, que no en Londres. Pero eso, que siempre mi irmão podrá sacarme de problemas, en cualquier campo o en Portugal (mi infame dominio del portugués lo suplo con un inglés aprendido allí donde quieres irte). Que desde Bilbao hace frío, y, bueno, no somos tan diferentes después de todo. Yo veo mejor haciendo el pino, o ajustándome las gafas, tú desde los banquillos. Aunque el loco necesite cordura, y el portugués un loco. Por mí, encantado.

lunes, 27 de febrero de 2012

Fool´s Gold.

El otro día soñé verano. Y al principio no le di importancia, pero cada día que pasa, me doy cuenta de que me despierto por la mañana sediento de volver a soñar aquello, de despertarme a las doce y que huela a playa con algunos colegas. De sacar las gafas de sol y los bañadores, y pasar frío en el agua. Verano, joder, verano.

Wlk.

Seguramente no habría comenzado a andar si nunca hubiera habido camino. Pero allí estaba, íntegro delante de sus pies, y no pudo hacer más que poner a prueba su sombra, cosida a sus talones, como sus deudas y sus pecados. Sobre todo sus deudas. Y caminó y caminó, sin meta aparente, aprendiendo algo de todos los sitios donde pasó. O igual no. Él tan sólo seguía adelante. Lo de aprender lo dejaba para luego. El caso es que más de una vez se resbaló, y se hizo daño. Y correspondientemente se levantó cada vez que se caía, sin refunfuñar, cortesmente, porque creía que tendrían recompensa todas aquellas heridas. Pero hubo un momento en el que dejó de escribirme, y le perdí de vista. Le conocí lo suficiente como para ver que era un reflejo de mí mismo, un tío sin rumbo, perdido pero entero en su totalidad. Alguna vez llegué a reconocerme en aquel espejo que, al fin y al cabo, no era un espejo, porque nunca estuvo sujeto a la tiránica voluntad de mis movimientos. Ése reflejo hacía lo que quería, no lo que yo hacía. Era la suerte misma. Caminé con él hasta que llegamos a cierto lugar que no recuerdo, y nos separamos. Antes de irse él por la derecha y yo por el otro lado, le pregunté que qué iba a hacer. Pues caminar, vaya pregunta.

sábado, 25 de febrero de 2012

H.L.

No sentí mi corazón acelerarse más que cuando apareció doblando la esquina, alargando lo posible su paso en un acto deliberadamente calculado, sabiendo que con cada metro menos entre ambos mi corazón palpitaba más rápido; algo normal, pues cada vez que aparecía él, la vida se aceleraba mil revoluciones más. A medida que se acercaba, oí, como no, que venía silbando aquella absurda melodía que, por supuesto, no había escrito él.

Y como si no hubiera pasado nada entre nosotros, como si no hubieran encontrado hacía dos días aquel cadáver en aquel sótano; como si no le hubieran enterrado hacía casi una semana; como si no hubiera estado traficando desde hacía un año con algo tan mortal como era aquella sustancia; apareció Harry Lime. Y no se le ocurrió otra cosa que darme la mano, sonreírme con su sonrisa de anuncio, y preguntarme qué tal.

jueves, 23 de febrero de 2012

El día que conocí a Rollo Martins.

Cuando te disfrazaste te perdí de vista. Y eso que eran carnavales. Lo normal es que la gente se disfrace, se ría. Y no iba a ser una excepción, lo hice, creo haber llegado a hacerlo. Y luego fue como un collage de resaca por la mañana lo que recuerdo que tuvimos. En ése momento, el Rollo de mi Martins se despertó y dejó las estúpidas creencias a un lado. Siento haberte presentado a Rollo, ese es mi gran y permanente (que no único) conflicto: entre mi estúpido nombre de pila y mi sólido apellido portugués.
Lo fui. Fui un completo tonto. Y mi piano me lo recuerda a  cada sonido que emite. Él es lo que me ayuda día a día, severo, inflexible, paternal. El que toca soy yo, quizás sea yo, mi madurez, mi Martins del Rollo, los tequilas a las tres de la mañana tocando una canción en bajo con tu nombre. No, es imposible. Rollo, el genio, el loco, el enamorado. Martins, el hombre de traje, el serio, el que toca el piano sin mover un sólo ápice su expresión calculada. Rollo, el que llora y bebe al piano. Aún no se quién de los dos escribe obras. Porque es Rollo quien mira a cada chica, y Martins quien la destierra para siempre.
Sigo sin saber quién es el que escribe ahora.

viernes, 17 de febrero de 2012

Paganini y el sueño de Áureo.

Marcelo era un niño que tenía uno bolita dorada de sueño, su tesoro más preciado, su sueño. Un día, ése sueño desapareció. Ya no estaba, y Marcelo se puso muy triste, pero lo buscó. Lo buscó y buscó, y subió y bajó para encontrarlo. Rozó el cielo tocó el fondo del mar. Pero su sueño no apareció.Y ese niño dejó de ser un niño, y creo que aún hoy sigue buscando esa bolita dorada. Hasta que la encuentre. O encuentre otra. Quién sabe.

miércoles, 15 de febrero de 2012

San Valentín dice, qué guapo.

No me creo ya ni la voz rota de Armstrong en "What a Wonderful World", cómo me voy a creer eso de que el amor existe, que hay para mí, y que viste de azul. A un indio le vas a venir tú a tirar flechas.

domingo, 12 de febrero de 2012

Pomme.

"Las nubes se han ido". Esa frase llevaba sonando en los altavoces toda la mañana como una cálida promesa de un día diferente en aquella ciudad condenada al Sol por su ausencia. Y en efecto, las nubes se habían ido, dando paso a un azul tímido y frío en el cielo, algo más que un vago trazo de artista sobre las cabezas de los asombrados y sonrientes transeúntes que se agolpaban en las bocas de metro. Ahí estaba el cielo, su cielo, el techo, lo máximo, la barrera impasable. Menudo día, el cielo azul, tan claro y bonito como en las fotos. Claro que esas fotos eran en blanco y negro, y no eran lo mismo que esa suerte de mar algodonado suspendido sobre sus cabezas. Vaya día, al fin el cielo.

Sin embargo, Áureo seguía dormido.

No fue hasta que el perezoso sol del mediodía superó la inmensa altura de los rascacielos, inundando las calles de una luz dorada y cálida, que Áureo abrió los ojos. Allí estaba él, tirado en mitad de algún sitio, perdiéndose el la textura suave de la luz de la mañana. Áureo no se lo pensó dos veces, y salió de un salto al encuentro de aquel milagro científico: los investigadores del instituto meteorológico habían conseguido amasar tal cantidad de viento  septentrional que había hecho que las nubes se fueran, al menos por un tiempo. Al principio, y como todos, se cegó y se sintió intimidado por la luz seca de aquel día de invierno, pero sus instintos le hicieron perder el miedo, y pronto comenzó a andar con paso alegre y largo a la ciudad; tenía algo que hacer.

Fue a uno de los puestos ambulantes que comenzaban a brotar casi instantáneamente por la plaza como flores en primavera. Áureo se acercó al primero que vio, un colorido y oloroso puesto en el que se vendían flores, se hacían promesas y se pintaban sueños en unos lienzos muy bonitos, y compró unas gafas de sol. Áureo recordaba perfectamente que su padre, en su antigua tierra, donde siempre salía el sol, le compró una vez un extraño aparato: unas gafas de ver pero con los cristales oscuros, de una forma curiosa (las lentes eran rectangulares), y de un absurdo y aparatoso color rojo. Le dijo que se llamaban "gafas de sol", y que servían, lógicamente, para ponérselas cuando hacía sol. Al principio, Áureo desconfió de aquel extraño aparato. Mientras las manoseaba y observaba con cuidada atención, le preguntó a su padre:


"¿Qué son? ¿Gafas?"
"Sí, hijo, gafas de sol."
"¿Hechas de sol?"-dijo, asombrado.
"No, hijo, pero son buenas, Rayban."
"Pero, papi, ¿podré mirar así directamente el sol?"-dijo, arrugando la nariz.
"No, claro que no hijito, eso nunca."
"¿Y podré hacer que brille cada vez que me las ponga?"
"Jajaja. No, hijito, no.
"Jope. ¿Podré al menos llegar hasta él?"
"Sí, pero para eso-dijo, acariciándole el pelo-, no hace faltan estas gafas, Áureo."
"Y entonces-dijo, casi decepcionado-, ¿para qué son?
"Pues no sé, quedan bien, puedes ir más guapo."
"Pues vaya."-y se las puso.


Sin embargo, Áureo descubrió que ese tipo de gafas eran mágicas: pese a tener cristales oscuros, se veía perfectamente; pese a ser raras, te acaban gustando. Áureo jamás las olvidó, ni siquiera cuando dejó de ponérselas, cuando el Sol se fue de su vida como un nota garabateada en un papel atrapado en una corriente de aire caliente.

Terminó de pagar, y se las puso.

La gente siempre le había visto por la calle, un chico alto, delgado, quizás demasiado, de tez pálida; rubio, de pelo largo y rizado, vestido con ropas más viejas que él que estaban, también, más cosidas que él (tenía remiendos en los parches)... Era, en definitiva, como una espiga la vestida, y avanzaba por la calle con un paso alegre, pues el Sol le ponía contento, y seguro, con las manos en los bolsillos, afianzando los pies y la sonrisa con cada paso; con unas extrañas gafas puestas, de un llamativo y casi absurdo color rojo. Muchos le miraban, pocos le conocían: era un artista, un pintor de sueños, algo cuerdo y un poco loco; y el resto, todo creatividad. Era, en definitiva, Áureo.

sábado, 11 de febrero de 2012

43#

Había una vez un pintor de marionetas que las pintaba según su imaginación: desplegaba todas las posibilidades frente a sus ojos, y las mezclaba, las convertía en nuevas, brillantes, lúcidas, alegres, tristes, risas penosas, falsas mentiras, ojos azules. Y las marionetas eran tan bonitas, que su fama traspasó fronteras y corazones. Tanto que un día, el pintor entró en su taller y se encontró con que lo habían desvalijado. Todo, no quedaba nada, sólo huecos nimios y fríos que hablaban entre susurros; y sombras largas y profundas formadas por los caprichos del sol a través de las ventanas. El pintor se quedó mirando curioso la luz y su juego, mirando cómo a partir de la luz se creaban necesariamente sombras. Y tanto se quedó mirando el pintor que se hizo de noche, y la sombra dio paso a la sombra, una más pesada y oscura, que no se iba más que con luz. Pero el pintor estaba muy cansado, y decidió acostarse.

A la mañana siguiente, observó como el proceso de la luz se repetía incansable, luz y sombra, luz y sombra. Y al pintor se le olvidó la pena por las marionetas perdidas, y los colores de su imaginación, tantos y tan bonitos, se borraron como huellas en la playa tras la marea. Por tanto, el pintor dejó de serlo, y se convirtió en un estudioso de la luz y sus efectos, y de la oscuridad y su semblante incansable.

Al cabo de dos años sentado y apuntando cosas en su taller vacío ,pero a la vez lleno de luz y sombras; y repleto de huecos pero a la vez vacío de materia; consiguió lo que quería: un libro de tomo rojo, no muy amplio, pero lleno de historias contadas por los ojos, contadas por la luz, por su imaginación irreverente y el juego de destellos de luces y sombras sobre las páginas en blanco. Era un reflejo de la propia vida: claridad y oscuridad, lo bello y lo malvado. Era el libro perfecto, trazado con los instrumentos más maravillosos y cuidados, creados por la imaginación y paciencia de su autor; un lienzo de lo opuesto y la armonía, una caja de sonidos luminosos y oscuros que se escuchaban con el corazón desde los ojos. Era una obra de arte, la número 43 según un cuidadoso recuento de su autor.

Sin embargo, aquel hombre, por viejo y cansado, murió, dejando el libro intacto y acabado en mitad de alguna parte, escondido a los avaros y maliciosos, cerrado, conteniendo su magia en sus hojas.

viernes, 10 de febrero de 2012

EnfadosdeSolnº3

Quizás fue ese año, ese en el que llovió tanto; el año que en teoría te prometí; las poesías que nunca escribí por falta de rimas, y todos los demás versos y cosas inservibles que forman una pila de papeles alta y fría junto a lo poquito que queda de mi. Porque hubo sólo una vez en la que te sentí cerca, y ése finísimo hilo de cristal se rompió. Ahora te veo vestida de azul y me entra la envidia del ciego, que no ve lo que quiere. Me falta fe, pero no estoy tan desesperado como para rezar por ti a la Santa Pena. Y el caso es que una vez llegamos hasta a estar de acuerdo. No sé, una mirada cómplice, algún choque en el pasillo. Alguna sonrisa. Y digo sonrisa porque no sé si era eso, o una mueca depreciativa.

Tus pupilas heladas me miran ahora, y se me clavan. Antes sabía qué hacer para que giraras la cabeza sin dejar de mirarme, una mirada que me hablaba y me guiñaba el ojo; una mirada que nunca supe interpretar. Y ahora es sólo eso, frío, miradas que me echas como si miraras a la pared. Pocas me han echo perder la cabeza, si no estaba ya loco antes; pero no quiero que esta locura te sirva de espejo, causa, efecto y excusa, ni que finjas que no estabas mirando, que no lo sabías.

Quizás fue ese año, ese en el que llovió tanto; ese que te prometí. Error de cálculo. Al final resultó que no fue ese. Tenías tú razón.

jueves, 9 de febrero de 2012

Touché (III)

Te escribo del lugar desde donde no se pueden leer las cartas, donde no quedan más fotos en blanco y negro que las que resistieron el incendio; desde donde solíamos soñar para venir. Esto parece más frío sin ti. No sé si lo es, Nantes quedó muy atrás, y las francesitas de acento curvo y dulce también. Y tú. Y los disparos, y la maldita hora en la que se nos ocurrió ir. Cierto que nunca fue por orgullo y amor hacia una bandera (todas son iguales, rectangulares y hechas de sueños para que ondeen al viento mientras se las mira con respeto y amor, tan sólo cambian los colores), ni siquiera por curiosidad o necesidad. Fue otro juego más para ti, un carnaval, oportunidad para ver mundo y conocer gente. Y yo tuve que seguirte como la sombra a los pies. A veces creo que tuve que despegarme y dejar que fueras tú quien subiera a ese barco.

Por cierto, si ves al teniente Dan o a Coronel de la Barba- Mal-Recortada, diles que el uniforme me lo olvidé allí. Me acabo de acordar. Bueno, no creo que vuelva, no puedo volver, no creo que me dejaran pasar, lo hice muy mal. No tengo ni el gorro, ni el pijama. Creo que también me dejé por allí el brillo de los ojos, el hambre, la pena y el desengaño dorado de la juventud. Pero sobre todo el uniforme. Díselo al coronel.

***
Aún sigo aquí. Por cierto, es verdad, las puestas de Sol son espectaculares. Ya acabo, quedan unas líneas, no quiero entretenerte más. No se a donde mandar la carta, si al frente, al cielo o a la bonita casa costera de alguna francesa guapa que se enamoró de ti, quién sabe, igual estás bien. Te escribo en donde quiera que estés ,aunque, seguro, estás menos perdido que yo.

martes, 7 de febrero de 2012

El General, el Sol y las francesas.

-Joder. Quedan pocas de esas. Normal que la extrañes.

-Cada día más.

-No te preocupes. Algún día volveremos a casa de abuela.

-No creo. El General ha muerto. La abuela ha muerto. No creo que a nadie le apetezca razonar sobre el correcto uso de los adverbios.

-Todo cambia. En vez de eso, podemos tomarnos un café y charlar. Me dijiste que se veían muy buenas puestas de Sol.

-Y no te he mentido. Se ven.

-Pues quiero una prueba. Pero antes salgamos de esta farsa. 

-Ya, suena fácil. Pero esto no es como los papeles y guiones fáciles y malos de usar y tirar del General; esto no es teatro. Tú no puedes levantarte ahora de la trinchera, dejar el rifle en el suelo, y ponerte a andar tranquilamente hacia el Sur en busca del Sol, huyendo de esta niebla que nos come poco a poco por dentro. Esto es la Guerra.

-Ya, pero la vida es sueño, y los sueños son mágicos; y deseo con todas mis fuerzas que algún día salga el Sol por allí, y haga un buen día, y todos nos vayamos a dar un chapuzón; y que los alemanes salgan a ligar con las francesas de por aquí, que son una preciosidad.

-La verdad es que sí que lo son. Y si que estaría bien darnos un chapuzón. Aunque yo creo que sería mejor irnos nosotros con las francesas y que los alemanes tomen un poco el Sol, están muy blancos.

-¡No, estás loco! Las francesas déjaselas a ellos; ya tuve yo un roce con una francesa y casi pierdo hasta mi sombra. Tienen carácter.

-Sí, la verdad es que... un momento, Jhon, céntrate, mira delante. Seguimos aquí en las trincheras. 

-Ups, la verdad es que sí. ¿Pero no era mejor lo otro?

-Pues claro.

-¿Entonces por qué te vas?

-...Malditos cocodrilos.

viernes, 3 de febrero de 2012

Touché (II)

Noches. Una, dos, tres noches. Qué más da el número. Pero  van bastantes. Noches largas, viejas y azules, de esas que huelen a tabaco y a resaca asquerosa. Podría ser un buen principio para una historia, cualquier historia. Lo malo es que es para la mía.
Y mi principio se remonta a otro principio, la causa primera de todas las causas de todas las noches. El nombre de la rosa, el juego de la mariposa, la educación de las hadas.

Ella actuaba en un pequeño café de París sin complejos, de estos que llegas y te dices a ti mismo que no vas a salir nunca. Era pequeñito, olía a tarde de lluvia, y servían un café delicioso. Yo estaba tan sólo de paso por la ciudad de las luces, pero me dejé arrastrar por un amigo hasta allí. Tardé en acostumbrarme al aire pesado y oscuro de aquel antro, pero una dulce voz francesa, con un acento finísimo, como el vuelo de una pluma, se balanceaba mecida por un guión malo de una obra de Shakespeare. Maldita sea, me enamoré. Me enamoré como un adolescente, tan sólo con oír su voz, su g francesa, el aleteo de sus ojos por la estancia oscura frente al escenario. Y fue en ése momento cuando, yo ensimismado, una suave mano me tocó el hombro. Lo rozó, apenas hubo contacto, pero yo me giré como si hubiera sido un chispazo. Miré casi molesto por apartar la vista de la Ofelia  del escenario, y vi una mujer que me preguntaba algo con gesto amable. No era muy guapa, no era una belleza, no vestía de Channel, ni siquiera llevaba un disfraz como mi francesa. De hecho, segundos después de verla, ni siquiera me pareció guapa: era uno de esos rostros de los que te enamoras, de los que ves todos los días por la mañana, por la tarde. Uno para toda la vida.
Y mi francesa se me olvidó.