viernes, 14 de septiembre de 2012

Hoy, madre.

Compartiría hoy contigo, madre, las palabras más bonitas que pudiera llegar a  escribir si no estuviera tan borracho. Me entristece escribirte así,  desde la incomodidad de la lejanía, pero mi orgullo autocompasivo se ha impuesto a las muecas vacías en los espejos. Echo de menos las leyes físicas inamovibles en forma de consejos que solías darme. Las he olvidado todas. Sin remedio. Mi amnesia alcoholizada no es tan comprensiva como creí. Estoy gastado, abocado al desastre, madre. Creo que guardé todas las cosas que necesitaba en un baúl, y perdí la llave. Ahora estamos solos mi baúl y yo. Ya ves de qué me sirve ahora saber escribir poesía si no tengo la pluma del abuelo para trazar cuatro rimas sacadas de puntillas. Es curioso. Ahora que estoy metafóricamente desnudo, tengo más cosas que esconder y menos para impresionar. Como la ridícula manía de echarla de menos. Como mi estúpida manera acelerada de besarla antes de que se evaporase, como la lentitud agobiante con la que me acariciaba la espalda. Como las cicatrices que me dejó en la espalda. También suelo esconder mis mentiras baratas, ahora ya tan inútiles como la pluma del abuelo. De qué vale la herencia, si sólo la disfrutan los vivos, y es a costa de los muertos.

Realmente titubeo antes de escribir la siguiente frase que me ordeno imperiosamente plasmar en un papel que dudo que te llegue. Mañana a estas horas yo seré un nuevo Larrañaga, otra vez; borracho como siempre, un hombre tardío y arrepentido, con tantos pecados y deudas cosidas a su talones que dudo que le vuelvan a fiar nada, otra vez. Tan orgulloso que tirará esta carta, su última confesión absurda, otra vez. O quizás vuelva a sentarme en este banco y a mirar al cielo; y quizás vuelva a verte allí donde aseguras estar. Bueno, eso jamás lo dijiste, pero me gusta pensar que estás ahí.

Hoy, madre, reconozco que el amor es algo innecesario en mi vida. Me atrae con un par de piernas largas y otro par de sonrisas afiladas como cuchillos; y luego se esconde entre los biombos de la trastienda de una mujer: sus sentimientos, el nosotros, las miradas que sigo sin saber descifrar, las cenas románticas, los besos que significan que todo va bien. Me mareo, y acabo saltando a un lado, alejando irremediablemente a ése par de piernas que me guiñan un ojo, mientras yo crezco más y más joven, y mi cuerpo lo marchita el insomnio. La experiencia no sirve de nada. Es algo que me ata a lo ya ocurrido, sometiendo cualquier nuevo presente al fantasma del viejo pasado, quitándome tiempo y volviendo a hacerme decir las mismas frases, volviendo a mirar con añoranza por la ventana la lluvia y el mundo que baila  ami alrededor. La experiencia sólo me sirve para recordar los días largos y las tardes de lluvia, cuando me siento a la orilla de la cama a pensar en el porqué del incómodo vacío del lado izquierdo de la cama.

Hoy, madre, he querido dejarte constancia de que sigo como siempre: igual de loco, igual de abandonado por el amor, igual de quemado por el alcohol y los recuerdos, igual de vagabundo de cama. Igual de bien a medias, igual de despreocupado por unas cosas y aparentemente obsesionado con otras. Quiero dejarte constancia de que sigo viviendo esta incoherencia.

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