jueves, 25 de julio de 2013

(extracto)

Una risa corrosiva soltada entre dientes, carcomidos a su vez por una enfermedad cuyo nombre ignoraba, le recibió como una pesada capa gris en aquel antro, gris ya de por sí. Caminó un par de pasos más en lo que él sabía de sobra que era una oscuridad insondable, y se dejó mecer por aquella risa cuya causa debía ser vomitiva, pero que llegaba a sus oídos como dedos de plata. Ebrio de sobriedad, le faltó tiempo de amarrarse al triste madero que hacía de barra. La risa continuaba resonando, entrecortada por algún azaroso ataque cancerígeno de tos, producido por uno de cualquiera de los miles de cigarros consumidos en aquel asfixiante ambiente. La cargada atmósfera le envolvió como una deliciosa maraña oscura que se deslizaba esquivando las escasas tres bombillas, que chupaban luz casi desesperadamente. Miró un par de veces a los lados, y tan sólo vio un par de pobres diablos sin rostro apoyados en cualquier lugar de la barra, aferrados a su mísero vaso como a una tabla de salvación, con las cabezas gachas y bebiendo en perfecta armonía cada tres segundos, como temiendo que su vaso se desangrase en alcohol. Pidió con un gruñido que quizás fue comprensible al camarero gordo y de mirada podrida, y bebió. Alguna puñalada hubo de verter, pero el resto dieron de lleno. En un tiempo que no acabó de concretar, en un espacio en el que no había ninguna señal de referencia más que él mismo y su vaso, acabó por perderse.

Se evaporó, casi fundiéndose con la atmósfera.

Perdió por primera vez en varios días el peso que le castigaba los hombros y al espalda, y llegó a creerse libre de él.

Tan sólo sentía tímidamente el tacto rugoso del olor cuando subía el vaso, la cordialidad del líquido, y la quemazón breve en la garganta.

Llegó un momento en el que no sabía si estaba durmiendo, o muerto, o tan sólo si seguía en aquel antro de los suburbios.

Luego, cuando fue a beber la siguiente vez, notó tan sólo el tacto frío del vaso vacío y el olor burlón del licor volado. Dejó el vaso en la barra, y cuando sus dedos soltaron el abrazo de hierro, el peso, y su conciencia de ser, y la incómoda sensación de soledad le asaltaron, haciéndole tambalearse un segundo tras aquella repentina vuelta a la realidad.

Escuchó la risa corrosiva muy cerca, y una voz ajada y amarillenta que le dijo a un paso:

-Vamos, le ayudaré a sentarse.

Un brazo le agarró del hombro, y se sentó en una broma de mesa con el hombre de la voz  ajada y la risa corrosiva. Le volvió a decir:

-El tiempo devora tiempo.

No hubo más conversación. El resto fue un continuo flotar en la oscuridad del bar, lidiando con un entumecimiento mortal de todo el cuerpo, pero con la soledad, el peso y su conciencia bien cosida a su espalda. Tras un impreciso tiempo, el pestañeo se le hizo regular y la boca comenzó a saberle seca. Su compañero no estaba a su lado, y su reloj le recordó de manera insolente toda la prisa. El tiempo había vuelto a devorar tiempo. Se ajustó el valor y el abrigo, y abandonó casi guiado por instinto aquel antro.