miércoles, 24 de octubre de 2012

Matemáticas, amor y locos.

Queremos creer en leyes físicas, como antes se creía en Dios. Queremos creer que todo está justificado, que hay escrita una fórmula en el espacio sideral que justifica que ella no esté, que la cama esté tan vacía. Realmente, estamos tan engañados por nosotros mismos, y sobrevaloramos tanto a esas cuatro fórmulas casuales, que, sencillamente, no aceptamos que las cosas pasan por necesidad. Nos colgamos de la Luna sin saber que va a soplar demasiado viento, grabamos sueños con tanta facilidad que los desperdiciamos.

Desde aquí, compadezco a los físicos de pizarra y bata, y gafas gruesas, tan abocados al desastre, que se aferran a lo que dijeron cuatro Gauss, Bayes, Pitágoras(?).

El universo es injusto. Y las matemáticas despiadadas. Y los pobres que miramos con respeto esas leyes inaccesibles para nuestras plumas de letras, tan sólo podemos conformarnos con escribir mentiras (o cuentos, la palabra varía según el optimismo). Y luego, en autoconvencernos de ellas: "esa chica no está por no merecerme"," la cama es mejor así, más amplia" (maldita amplitud, parece un barranco). Y si no lo intentamos, dejamos que la música lo haga por nosotros. A veces no hace falta que sea en el idioma propio, a veces no hace falta siquiera un idioma. Un piano que nos hable claro nos derrumba el castillo de naipes de un manotazo.

Ahora soy yo el confundido. No sé a quién compadezco más. Pobres locos soñadores. Pobre yo.

VL

martes, 23 de octubre de 2012

París I



Quizás si mis pasos no me hubieran llevado hasta París, no habría vuelto. Aún hoy siento la magnificencia con la que me desveló la ciudad la primera vez, aquella primera vez en la que yo llegaba por casualidad y completamente derrotado, huérfano de amor y apurado de dinero. Recuerdo que París me maravilló con sus elegantes edificios recargados, sus frágiles torres altas, las luces brillantes que se veían en el espejo sempiterno del Senna. Recuerdo verme a mí mismo intentando cazar un rayo de sol, aunque fuera aislado, para poder satisfacer esa morriña que todos los acostumbrados al sol tenemos. Recuerdo que la Torre Eiffel no me impresionó tanto como lo que quedaba a nivel de suelo (los amores, las penas, el armónico acento francés; lo mundano en general), mientras aquella arrogante bandera francesa pugnaba por separarse de la puntiaguda señal hacia el cielo que lanzaba Eiffel, azotada por los vientos fríos que yo combatía con café y bufandas. Recuerdo los amores de metro que tenía yo con las francesas, elegantes, sutiles, reinas de la moda y el encanto; recuerdo cómo perdía una y otra vez la parada de la Roue de Cautelar por quedarme mirando un delicioso segundo más aquellos ojos que solían estar enmarcados por una ojeras de preocupación o estrés, y que yo mismo prometía borrar con un beso; también recuerdo cómo sentía un pellizco triste por perder de vista a mi nueva enamorada (cuyo nombre, en mi imaginación, siempre acababa en “e”).

Por tal acumulación de recuerdos que me hacían perder la mirada varios segundos durante mis noches venidas a poco, volví. Volví a París, volví al frío, que une más a los enamorados, y desvela a los desamparados (debería ser al revés, es lo justo en un universo donde nada lo es, y ni las matemáticas tienen compasión). Volví a sentarme en un banco cualquiera para ver pasar a la gente, volví para sonreír un poco con el alma. Volví a sentir apetito por la comida, que hacía juego con las mujeres: breves, tímidas, frágiles, ardientes tras una máscara de indiferencia, perfectamente insólitas. Comencé a coger aprecio a los mètres que me servían el vino, que sustituyó milagrosamente a mis accesos incontrolados de Bourbon; también a los estirados ejecutivos de traje y maletín, que no veían el momento de salir a correr para salvar la economía. Los apreciaba porque me enseñaron que la vida no es para eso, es para tomársela con calma. Es algo que encaja a la perfección con mi filosofía  de la resignación. En París hubo muchas miradas francesas que pudieron quedarme colgando de sus pestañas con rimel, pero que dejé pasar con un elegante capotazo y una sonrisa de perro viejo, “A estas me las conozco yo”. Me dediqué a sonreír, pues eso, con el alma. También me dejé enamorar por la fotografía, otra de mis pasiones pasajeras que, como casi todas las mujeres de mi vida, llegan como un tornado, terriblemente amorosas e incontroladas, a las que yo me entrego en cuerpo y alma, ellas en cambio arrasan mi mundo, y yo me quedo con cara de bobo y con una poesía a medias colgando en el tintero cuando se van. Ése tipo de pasiones son tan fugaces que las tengo que intentar pintar para tener un recuerdo algo menos difuso al que aferrarme en mis noches a la deriva. Como ya te conté, soy malísimo pintando, es de aquel otro tipo de pasiones, que se me dan tan mal que yo decido incluir en mi currículum. Cuando termino de pintarlas son más confusas aún que lo poco que atesoro yo en mi retina, y así vivo, desvelado por los sinsentidos de mi vida.

Y la verdad, en París hice bastantes fotografías. Sigo defendiendo que el color frío del invierno es algo mágico. No pienso venderlas, no pienso hacer exposiciones de ellas, me las quedaré como recuerdo de la única mujer que ha sabido corresponder mi amor (y a la que he sabido amar). 

Pd : Me doy cuenta (y me aterro de ello) de que soy incorregible, siempre tan obvio, tan repetitivo, siempre tan aferrado a mis falsas ideas. Soy de los pocos en saber hacer depender todo de una nube. París me lo recordó. Si caí de nuevo en la fotografía, volveré a caer en las redes de aquello que abrillanta mi esencia, aquello que sólo en la música me dejo expresar.