martes, 10 de julio de 2012

El cuello de la Jirafa.


Esa era la parte que él denominaba el cuello de la jirafa: cuando la caída te lleva a un punto anterior al de tu salida, y la llegada a tu meta se te hace interminable. Le cou de la girafe, como dirían los franceses, con su pompa y su acento habitual. Odiaba a los franceses. Uno de ellos ya le había robado a su hermana, de la que no había vuelto a saber nada; en París no tuvo un solo día soleado; y los crèpes le daban alergia. Desde que llegó de París su vida había sido un completo fracaso: calentaba los flanes, ponía a congelar las pizzas y escribía al revés. Y aquel molesto picor de nariz que le acompañó hasta una semana después su llegada le resultó un suplicio, un bonito recuerdo del frío de París en Febrero, un buen catarro.

 La historia le llevaba a que ahora Margot era su única salida; por eso estaba allí esa noche oscura, como un tonto, esperando al autobús, refugiándose en la parada de una llovizna fina pero interminable como el cuello de la jirafa. Aquella chica de ojos verdes había trastocado su desatino en suerte, quizás su melancolía espesa y habitual en algunas sonrisas, y, se decía que, incluso, había despertado algo de cariño en él. Algo de cariño hacia sus sonrisas, sus miradas brillantes, sus locuras, etc. Esta vaga descripción no se debe a más que a las prisas que tenía en aquella parada, bajo aquella lluvia oscura que podía compararse con la tristeza habitual que le consumía lentamente desde el fatídico día del “incendio”. Era por eso que siempre llevaba la coraza, por eso hacía todas las descripciones vagamente, por el miedo jamás asumido de volver a confiar en alguna mujer otra vez, y que esta resultara ser, como ya fue la otra, una arpía en vez de una musa. Por eso no se fiaba. Por eso tan sólo anotó, como otras veces, aquella escueta descripción.

Aunque en el fondo, él sabía que todas sus estratagemas volverían a derrumbarse en cuanto ella apareciera en el restaurante en el que habían quedado, con aquel vestido negro, o aquella graciosa boina que le tocaba el peinado a juego; o quizás cuando le mirara cuando estuvieran bailando. Sabía que todo lo que él hacía le era inútil, pero necesitaba sentirse seguro de que, esta vez, el cuello de la jirafa no le fuera una trampa.

Por eso repasó mentalmente cada detalle de Margot antes de subirse a un autobús que dejaba adivinarse a lo lejos. Su pelo, su cara, su gracioso acento… francés. Malditos franceses. Algo dentro de él casi le arrastra fuera de la parada, de vuelta a su soledad y a su tristeza infinita, “La tristesse du le cou de la girafe”. Bueno, igual podía hacer algo al respecto.

***

Sin embargo, su mera intención quedó en eso, en un quizás colgando de la parada de autobús, que cuando llegó a la altura para que subieran los pasajeros estaba vacía. Al conductor le pareció haber visto un hombre (o a su sombra, o a la sombra de lo que fue), desapareciendo entre la lluvia, que ahora apretaba.

El resto es historia. Una silla huérfana de ocupación, frente a otra sí ocupada en una mesa de un restaurante reservada a nombre de Estela; un par de platos fríos, un “Puede que venga ahora” pronunciado con un dulcísimo acento italiano. Una sombra de hombre escribiendo sonetos junto a su ventana, al otro lado de la ciudad, mirando la lluvia castigar la soberbia de las luces; recordando a Margot, a sus ojos, a su acento francés. Un hombre colgado sobre su pánico y arropado por las ruinas del incendio que provocó Margot en él. Sabía que no era ella la que estaría ahora mismo recogiendo las cosas del restaurante y marchándose.

Malditos franceses.

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