El doble o nada que se despedía del humeante café que bebía tranquilamente en la otra mesa un hombre arreglado. "Quiero uno", pensó. Llamó a la camarera, una sonriente muchacha de ébano, que enseguida se giró, preguntándole si quería un café. Joder, era obvio, estaba en un café. Aquella molesta respuesta sonó en su cabeza desde dentro de su mente. Él, en vez de constatarla en alto, se fijó en los ojos verdes de ella. Y se perdió. Resbaló en ellos, más bien, en el recuerdo de ellos. En el páramo oscuro y frío de su memoria. Un lago de un extraño color caramelo oscuro le esperaba en el medio de ninguna parte. Él se dio cuenta de todo, pero avanzó como un idiota hasta tocar el agua fría del lago con la punta de sus pies. Aquello no era una introspección. Era algo más que una simple introspección, era sumergirse hasta el cuello en un agua sucia que podía traerle problemas. Pero él se dejaba entumecer los músculos por esa pegajosa sensación de cercanía, de comfort. No supo responder a esa pregunta, a ninguna pregunta que se hacía mientras el agua le alcanzaba con mimo la cintura. Sus ojos, sus besos, su piel. Su adiós, la lluvia tras los cristales, las miradas hacia el espejo. Su padre, el funeral de su madre, todo pasó, y el lo dejó pasar. Siguió perdiendo la noción de todo mientras el agua le llegaba por los hombros. Y perdió pie.
El vértigo le asustó como a un niño pequeño. Acaba de perder la referencia del suelo, estaba flotando a merced del subconsciente, algo tan cercano, tan íntimo que le daba miedo. Sabía más de él, que él mismo. Temía su reacción. Todas aquellas cosas que le movían desde dentro como con un chasquido quedaban perfectamente explicadas entonces, quería lo que no sabía que quería, su mente estaba por encima de él mismo. De ella, de todos los que dejó atrás una vez. En el funeral de su madre comió sólo croquetas por ser un plato que ella cocinaba con mimo. Él dejó de tener sentido para sí. Y se encontró el libro de su vida, entero, vacío... buscó durante un buen rato el momento, la coma que no tuvo que dejar escribir. Nunca la encontró. El pasado le era muy denso, demasiado peligroso, comenzó a fijarse sin pretenderlo en lo que quizás podía todavía salvar: su futuro. Pero las hojas pasaban y pasaban, y no terminaba por hallar el capítulo adecuado en el plasmar la firma definitiva, "aquí me quedo". No. Lo que temía era que se topara de repente con la tapa, y fin sin poder poner siquiera el punto final. Y fue una voz desde muy lejos, muy lejos, la que secó de repente el lago, y le arrastró fuera sin que tuviera siquiera tiempo para darse cuenta.
Volvió a la mesa, abrió los ojos mucho, enfocó la ventana del café, las gotas fuera. La camarera le decía que quería un café. Lo decía preocupada, el hombre había perdido la mirada con la respuesta en la boca. Aún vaciló unos segundos, y arrastró unas letras secas, chasqueando la lengua. "Sí, café". La camarera le dejó, y él se acomodó en su silla para encajar mejor la sensación de abandono y de desaliento que se extendía desde su pecho. Tanto tiempo allí dentro para nada. Con el café en la mano, aún se planteó si era aquello real.
Pero, ¿qué iba a hacer? ¿Estaba loco? Pagó el café y se fue.
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