jueves, 28 de febrero de 2013

Lionman

Nunca había sabido escribir una carta de amor. La falta de costumbre se mezclaba peligrosamente con la falta de voluntad, fundiéndose en un abrazo que le encogía el alma. Cierto es que no había a quién mandarla, pero se dio cuenta de ello un día cualquiera, en un momento cualquiera, cayó en la cuenta de repente; y fue como verse al instante al borde de un abismo profundo y rocoso. Le entró el vértigo y el pánico, y tuvo que hacer equilibrio para no caer hacia delante.

Cierto era también que ya no se escribían esas cartas.

Dudaba incluso de si había cartero.

Intentó reunir el valor y las ganas para sentarse a ese enemigo con cuerpo de papel, un folio en blanco que se le hizo de denso y profundo, de interminable, como su abismo, y tuvo que darle un par de tragos al matarratas de su vaso para poder siquiera sentarse correctamente. Lo cierto es que, tras un tiempo que ni los relojes parecieron poder calcular, le dio dos sorbos callados con la pluma al tintero, una pluma que se movió sobre el papel, arañando palabras de hierro, pesadas y ciertas, pero que se emborronaban con cada nueva curva. Tiró la pluma.

Cierto era que sabía exactamente quién era el receptor.

Pero seguía dudando de si había cartero.

Al final la historia de la carta acabó donde tantas otras, abandonadas en una habitación cercana al tenebrismo de Caravaggio. Acabó en nada. Algo le decía que era un mentiroso, incluso consigo mismo. Le pareció incluso ver llegar al cartero en moto.

Cierto es.
Pero dudaba de si era verdad o no, así que acabó olvidando aquel problema a base del matarratas de su vaso.


lunes, 11 de febrero de 2013

7 am


 Café frío.

Y quizás demasiadas preguntas por responder.  Preguntas que se hacían pesadas mientras volvía a canturrear aquella estúpida melodía. ¿Quién se la había enseñado? Otra más a sumar a la lista.

Café frío, y demasiadas preguntas.

Y una niebla que no invitaba demasiado a salir. Y una estufa demasiado cerca de sus manos heladas, y el calor que actuaba como pegamento.

Una niebla que parecía no querer abandonar la silueta de la ciudad.

Y unas ganas exasperantes por su ausencia. Ganas de volver a llamarla. Pero el móvil quemaba, y le temblaban los dedos, y se le descomponía el estómago.

Y sonrisas. Sonrisas peligrosas cuando se atrevía (y se permitía ) recordar. Sonrisas inesperadas que le sorprendían, y le hacían abrir mucho los ojos.

Pero también faltas. Y ojeras de las noches que más le costó  dormir, con algún pelotazo en el cuerpo de más.

Y falta de café, entonces.

Y una niebla sorda y espesa en toda su vida, entonces.

Y una falta de ganas de todo alarmantes, entonces.

Pero, igual que ahora, demasiadas preguntas sin responder.

Y, al igual que la niebla, no parecía querer despejarse la duda.

Con más inercia que intención, se apoyó sobre la encimera de la cocina, con cuidado de no mancharse con el café. Estuvo un rato escuchando la radio, sin prestar demasiada atención a lo que eran impactantes y frescas noticias. Todos los días moría alguien. Todos los días había más casas vacías y más mendigos apilados en los callejones. Era cuestión de cambiar nombres y escuchar diferentes excusas, o soluciones lejanas y dilatadas en el tiempo. Ella podría haber intentado haber hecho eso. Ahora él podía solo imaginarlas. Se terminó el café, apretando los ojos por el desagrado del frío, y se fue.