En aquel espacio de tiempo entre el metro y su casa comenzó
a pensar por primera vez. A pensar en
cuánto echaría de menos sus ojos, aquella manera especial que podía tener de
arrugar la nariz cuando algo no le hacía demasiada gracia, sus medias sonrisas
posteriores. Se sintió algo más desamparado que el momento antes de haberse
echado a pensar, así que apretó el paso.
No era otra de sus descripciones tristes y arrastradas, tan sólo una
apreciación. Hacía frío, y desde hacía
tiempo sospechaba secuestro, pero siempre había sacado fe de las dudas que
empapaban su almohada, y no sabía exactamente cómo.
Ahora, sin embargo, las dudas se le habían hecho tan obvias
que no eran dudas, sino cuadros burlones en las paredes del mismo pasillo que
tenía que recorrer una y otra vez.
Él, irremediablemente, lo aceptaba, y cruzaba las manos tras
la espalda mientras andaba. La resignación le dejaba siempre un sabor algo
grisáceo, pero era mejor que la pena doliente del que sabe que no puede hacer
nada, y se castiga por algo que, como es, escapa de su alcance.
“Sencillamente el amor es un juego, una ilusión para uno que
para el otro jamás existe. “
Ahora comprendía el porqué de los largos silencios abatidos
y borrachos del Capitán.
Ni una sola mención mental más del nombre de su musa en el
resto del camino. Le temblaban los dedos con la experiencia del que se sabía
desamparado en el ascensor. Tamborileó una vez más aquel ritmo nervioso antes
de abrir la puerta de su piso, y ver que no estaba.
Los cuadros del pasillo se cayeron todos.
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