lunes, 24 de septiembre de 2012

Baires, I

Siempre lo he pensado. No debe haber persona más triste en el mundo que un argentino mojado. Casi le puedo ver, caminando calle arriba con la cabeza gacha, una mano en el bolsillo buscando algún milagro de esos que yo solía hacer, la otra en un ramo de flores también mojado, triste, con los coloridos pétalos también mirando a la acera sistemáticamente gris.

Ahí, con su acento casi estúpido, con sus manías, sus idas y venidas, su lengua incontrolable, su testarudez. Subiendo la calle como un coloso, soportando todo el peso de sus decisiones y su mundo sin más ayuda que un mudo cigarrillo que se balancea en su boca mientras murmulla improperios. Casi me parece ver la viva imagen de Roberto aquella mañana de Febrero en la que hacía frío, bastante. Y así andaba él, con una mano buscando un milagro, o algún billete extraviado, realmente no sé qué era; y la otra soportando por casi dignidad aquel marchito nuevo ramo de flores.

Recuerdo que no hubo semana más fría y lluviosa en Buenos Aires (o Baires, como lo llamaba Roberto cuando bebía y se enfadaba con el mundo) que aquella sucia y fea de Agosto. Roberto, al igual que todos los argentinos, llevaba un filósofo dentro domado a base de fracasos, alcohol y  más fracasos atribuidos a su ética, sus valores y sus mentiras; así que mientras llovía fuera, él me contaba todo lo que se le ocurría sentados a la barra de un antro del centro.

"-Realmente, la soledad no es tan mala. En algún momento de nuestra vida estamos solos, queramos o no, así que es mejor estar a gusto con uno mismo, carajo, para que cuando llegue ese momento no nos pete el orto-decía, perdiendo la mirada con una sonrisa blasfema-.Al fin y al cabo, no existen tumbas de dos."

Decía cosas de borracho que jamás despertaron en mí la más mínima sorpresa, pero otras cosas como esas me hacían levantar la mirada del fondo cada vez más difuso del vaso que estaba sellado a  mi mano. Le miraba, atónito por lo que acababa de oír, por la profundidad y cruel realidad que emanaba de aquellas palabras que se perdían en el ambiente enrarecido del bar, y tan sólo veía en él una cara de resignación cruda aceptada serenamente, antes de que volviera a beber aquel maldito whisky que sabía a demonios.

Roberto fue mi profesor en desastres el poco tiempo que compartí con él en Baires. La verdad, aquel filósofo realista y borracho decía verdades como puños que seguramente se le olvidaban a los pocos segundos, pero que en mi memoria hicieron pozos profundos. Roberto también fue mi maestro músico, me enseñó el auténtica alma argentina, el tango; me enseñó que los violines y acordeones también lloran, que no hace falta hablar para entender lo que dice "una dama", como le gustaba a él hablar con cariño y pena de sus prostitutas preferidas. Era un alter-ego de él mismo aquellos días tristes, pues las llamaba por teléfono como quien llama a una vieja amante, quedaba con ellas en su piso, y yo hacía como que me iba de allí, cuando en realidad les espiaba al otro lado de la puerta. Él las llevaba a su habitación de la mano, como un galán, las sentaba en la cama, y les hablaba. Se pasaban horas hablando de diversos temas, para acabar siempre igual: un beso en los labios tímido, suave, breve como un aleteo, justo antes de que se fueran. Él las acompañaba de vuelta a la puerta, las despedía desde al marco, amarrado como Ulises a su mástil para no salir corriendo tras ellas, y las veía desaparecer por el ascensor. Yo, que cuando les sentía salir desde el otro lado de la puerta, me escondía en el rellano, fingía llegar más tarde. Y siempre me lo encontraba sentado en su sillón viejo y verde desgastado, con la mirada perdida y oliendo a tabaco y alcohol a partes iguales, con unos cuantos billetes menos en su cartera y, quizás, una cicatriz menos sangrante en su corazón. Siempre tuve miedo de que se le cayera alguna chispa a su ropa empapada en whisky y saliera ardiendo.

La verdad, aquella semana, Roberto era una auténtica mierda de argentino, siempre mojado y fumador, borracho y viejo como para cambiar sus vicios, y no convertirlos en costumbre. Pero le apreciaba. El día que nos despedimos en el aeropuerto no había empezado a beber (aún), y pese a ello, durante el apretón de manos que nos dimos, supo responder a mi pregunta mejor que aquel filósofo borrachuzo que llevaba encadenado al alma.

"-Roberto, te confieso que vine acá buscando amor, y no he encontrado a esa..-él me miró como si ya supiera todo eso desde que nos conocimos, hacía unos ocho días, y cortando mi intención de continuar la frase, sonriendo casi de manera fraternal, me dijo:

-El amor es de pobres. Siempre lo ha sido. Jamás ha habido un rey que haya sido amado por su esposa, y este amor haya sido correspondido. Pero más pobre es aquel que carece de amor. Acordaos.

-Roberto, estás curtido en eso. ¿Dónde está mi... dama?-dije yo, con casi sorna.

-Ah, carajo, eso es complicado. El mundo es bien grande, y eso de encontrar a esa chica... está bien jodido. Sobre todo desde que el twitter nos robó el romanticismo."

Tras esta sonrisa, me dijo un "Adiós" que realmente significaba adiós para siempre, pues ambos sabíamos que no nos volveríamos a ver. Pero aquel adiós sonó alegre, casi jovial, como quien se despide por un rato. Roberto, el argentino enamorado de las putas, el filósofo borracho, el fumador sempiterno, me dejó un legado que creo durará para siempre. Quizás a eso se refería con aquel adiós.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Hoy, madre.

Compartiría hoy contigo, madre, las palabras más bonitas que pudiera llegar a  escribir si no estuviera tan borracho. Me entristece escribirte así,  desde la incomodidad de la lejanía, pero mi orgullo autocompasivo se ha impuesto a las muecas vacías en los espejos. Echo de menos las leyes físicas inamovibles en forma de consejos que solías darme. Las he olvidado todas. Sin remedio. Mi amnesia alcoholizada no es tan comprensiva como creí. Estoy gastado, abocado al desastre, madre. Creo que guardé todas las cosas que necesitaba en un baúl, y perdí la llave. Ahora estamos solos mi baúl y yo. Ya ves de qué me sirve ahora saber escribir poesía si no tengo la pluma del abuelo para trazar cuatro rimas sacadas de puntillas. Es curioso. Ahora que estoy metafóricamente desnudo, tengo más cosas que esconder y menos para impresionar. Como la ridícula manía de echarla de menos. Como mi estúpida manera acelerada de besarla antes de que se evaporase, como la lentitud agobiante con la que me acariciaba la espalda. Como las cicatrices que me dejó en la espalda. También suelo esconder mis mentiras baratas, ahora ya tan inútiles como la pluma del abuelo. De qué vale la herencia, si sólo la disfrutan los vivos, y es a costa de los muertos.

Realmente titubeo antes de escribir la siguiente frase que me ordeno imperiosamente plasmar en un papel que dudo que te llegue. Mañana a estas horas yo seré un nuevo Larrañaga, otra vez; borracho como siempre, un hombre tardío y arrepentido, con tantos pecados y deudas cosidas a su talones que dudo que le vuelvan a fiar nada, otra vez. Tan orgulloso que tirará esta carta, su última confesión absurda, otra vez. O quizás vuelva a sentarme en este banco y a mirar al cielo; y quizás vuelva a verte allí donde aseguras estar. Bueno, eso jamás lo dijiste, pero me gusta pensar que estás ahí.

Hoy, madre, reconozco que el amor es algo innecesario en mi vida. Me atrae con un par de piernas largas y otro par de sonrisas afiladas como cuchillos; y luego se esconde entre los biombos de la trastienda de una mujer: sus sentimientos, el nosotros, las miradas que sigo sin saber descifrar, las cenas románticas, los besos que significan que todo va bien. Me mareo, y acabo saltando a un lado, alejando irremediablemente a ése par de piernas que me guiñan un ojo, mientras yo crezco más y más joven, y mi cuerpo lo marchita el insomnio. La experiencia no sirve de nada. Es algo que me ata a lo ya ocurrido, sometiendo cualquier nuevo presente al fantasma del viejo pasado, quitándome tiempo y volviendo a hacerme decir las mismas frases, volviendo a mirar con añoranza por la ventana la lluvia y el mundo que baila  ami alrededor. La experiencia sólo me sirve para recordar los días largos y las tardes de lluvia, cuando me siento a la orilla de la cama a pensar en el porqué del incómodo vacío del lado izquierdo de la cama.

Hoy, madre, he querido dejarte constancia de que sigo como siempre: igual de loco, igual de abandonado por el amor, igual de quemado por el alcohol y los recuerdos, igual de vagabundo de cama. Igual de bien a medias, igual de despreocupado por unas cosas y aparentemente obsesionado con otras. Quiero dejarte constancia de que sigo viviendo esta incoherencia.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

El eco del susurro.

La historia la escriben los vencedores, y desde luego que él no lo hizo. Ni venció, ni la escribió. Las cosas pudieron suceder de mil maneras distintas para cada uno, pero ocurrieron tan sólo de una. Lo malo es que esa verdadera versión se perdió en las mentiras, se hundió en el tiempo, ya ya nadie la recuerda (o se atreve a hacerlo). La soledad de los días lluviosos se presentó en su portal mil y una veces, y llamó a la puerta, y esperó pacientemente. Él jamás quiso abrir, pero tuvo que acceder. Y así pasó las horas muertas y los días fríos, viendo películas viejas y dejándose engañar por sí mismo con fantasías alocadas con Chloé, la chica de la limpieza, que se movía como un fantasma por las habitaciones, mientras él miraba al infinito punto del horizonte sentado en su butaca, de cara al ventanal del balcón. En aquel infinito punto del horizonte él se levantaba de la butaca, se giraba, agarraba con pasión a Chloé de la cintura y le arrancaba el sedoso vestido que llevaba. Pero luego el áspero sabor del Bourbon le devolvía al sofá. El amor le daba sed, por eso su vaso viajaba de la mesita de madera a sus labios cada pocos segundos. Cada día veía a Chloé moverse por aquella broma que él llamaba casa, tan grácil y sigilosa como una sombra, una de las muchas que surcaban el techo, llegando desde las altas farolas de las calles hasta aquellas bóvedas altas sobre su cabeza que siempre quiso tocar. Él miraba con igual admiración a ambas, a las sombras del techo y a la chica de la limpieza, pues eran su única compañía en su destartalada vida.

Y, entre los suaves vuelos de Chloé, el sonido metódico y acompasado de la lluvia fuera, las noches de insomnio mirando al techo, asombrado por las sombras, y los largos y lentos tragos al Bourbon, comenzó a olvidar él también aquella historia, tan clásica como tantas otras, de esas en las que siempre uno de los dos acaba mal, y del otro sólo encuentran trazadas unas líneas en folios sueltos. Una vez, hasta se atrevió a sonreír a Chloé, cuando le abrió la puerta. Lo que usualmente hacía cuando ella llamaba a la puerta era levantarse de su butaca, arrastrar los pies hasta el marco blanco cenizo, abrir con desgana, y gruñir una palabra entre el "Hola", el "Buenos Días", y el "Pasa", demasiado aterciopelada por la noche en vela con el alcohol y el frío recorriendo su garganta ya casi por instinto. Aquel día en el que le sonrió, sin embargo, había bebido menos, y hasta había llegado a dormir algo. Abrió la puerta como siempre, y cuando sus ojos se encontraron en aquel punto muerto entre el vestíbulo y el rellano, la sonrisa brotó en sus labios como por casualidad. Ella no supo realmente bien que quería decir aquella desvencijada sonrisa, algo cansada y con demasiada poca fe, así que respondió con una media sonrisa rápida, y entró.

Él nunca supo más de Chloé cuando se fue aquella tarde, al acabar de limpiar todas las habitaciones. Tras su sonrisa caída a un precipicio, volvió a su butaca, a su ventana llovida, a mirar por el reflejo de la misma a Chloé, viéndola más guapa que nunca. Sin embargo ella se fue, con un "Au revoir" que sonó casi como un susurro, pero que los días siguientes, en su ausencia, resonaron con un eco inusitado por toda la casa. No volvió más, y él ni siquiera quiso imaginarse qué versión de la historia contaría ella, qué había llegado a pensar. Vencido otra vez, se quedó allí, en la butaca, ahora sin más necesidad que la de tener una botella siempre cercana al vaso, que parecía desangrarse en alcohol cada pocos segundos. Al menos las sombras nocturnas sí volvieron, igual que el polvo y el desorden; igual que la sombra de Chloé, que, si no en la realidad, al menos en su cabeza seguía recorriendo los pasillos en silencio y con un sigilo cuidadoso y calculado.

lunes, 3 de septiembre de 2012

El Cuento del Astronauta

"Nadie puede ser astronauta. Un Don Nadie no puede ser astronauta. Bueno, probablemente alguien sí, pero no un Cualquiera. Como yo."

Es todo lo que se me ocurre pensar desde esta buhardilla vacía. Hay una ventana que me muestra cruelmente la noche en todo su esplendor. Esa noche que nos rodeaba y mecía cuando te conocí, la que acunó nuestras miradas cómplices, la que tanto frío hacía cuando nos arropábamos abrazados. Esa misma noche que me dejaste. Esa noche perlada de estrellas que son como hirientes recuerdos de tus vestigios desparramados por mi vida. Una noche que me conozco de memoria; unas estrellas tan brillantes y bellas como tú; tan frías y tan lejos... como tú. Alguna vez en mi vida he intentado tocarlas, he jugado a acariciarlas delicadamente desde aquí abajo. Papá construyó esta ventana como un ojo a la belleza celestial de la cúpula que enmarca nuestras vidas, pero esta ventana ahora me tortura y consume. Desde pequeño subo aquí de noche, y toco el cristal frío con una mano que siente la luz trémula de los astros en la distancia. Ahora esa costumbre rutinaria está acabando conmigo. Contemplo esas luces delicadas, colgadas inmóviles en el cielo, y me parece sentir su brevedad, su fragilidad. Las estrellas no son nada si no las admiras, si no te preocupas por mimarlas inútilmente desde la inmensidad de la distancia.

"Un Cualquiera como yo, un Don Nadie, título incluido". No me compadezco de mí mismo, siento demasiada aversión como para no sonreírme cuando mis ojos me detectan en el reflejo pálido del frío cristal, ahí, al otro lado. Sencillamente, recuerdo cuando jugué a ser astronauta sin conocer más estrellas que tus ojos. Y caí, irremediablemente envuelto por la Ley de la Gravedad, las demás y crueles Leyes Físicas, y esa ley matemática que siempre me da error.
***

Todas las noches subo aquí, y maldigo el momento en que quise ser astronauta. El momento en que mi estrella se apagó, yo caí, y tú desapareciste sin remedio posible. Aquel momento desde el cual estoy al otro lado del cristal, viendo pasar las noches en silencio, deslizándose mientras a mí se me pierde la mirada intentando encontrar aquella estrella a la que puse nombre que, por mera coincidencia y casualidad del fenómeno, coincide con el tuyo.