miércoles, 20 de marzo de 2013

El rojo silencioso y eterno de sus labios.

La primera norma era no preguntar. La segunda era no responder. Con esta tesitura cualquier intento de conocer más allá de la torpe y nerviosa simpatía tras los dos besos reglamentarios resultaba casi inútil. Aquella sensación de vacío oral se difuminaba tras los modales y gestos caballerosos: él siempre las dejaba pasar primero, las acomodaba en la silla, les reía los chistes con una risa calculada para que no sonase exagerada ni sarcástica; y aquellos eran los modales de su padre, el eterno caballero que le enseñó bastante poco en general, pero cuyos escuetos consejos tenía aprendidos mejor que sus estúpidos estudios de Derecho. Normalmente tenía siempre un par de frases preparadas para evitar los silencios incómodos entre los entremeses y los primeros platos, e incluso la tercera e inevitable norma de evitar las carnes asadas por su tardanza excesiva. Siempre controlaba el tiempo de su reloj de muñeca sin dejar de apuntar mentalmente con una precisión pulida el lenguaje corporal de su futura amante; como tampoco evitaba las mentiras que ellas escuchaban con una sonrisa de agrado y satisfacción. Solía canturrear entre dientes la melodía del piano del restaurante,  que le había costado unos cuantos billetes, como también invitaba siempre a un traguito de un Oporto caro después de los postres. Tras eso, el viaje en coche y los modales y modestias estúpidas y fingidas quedaban superados a medida que se acercaban a su casa.

Una casa que conoció muchos tacones y gemidos distintos; y muchos sonidos de vestidos que caían al suelo,  y muchas medias que volaban siempre hacia abajo.

Sin embargo, hubo un otoño que llovió más que de costumbre, y una de aquellas amantes casuales pagadas que revolvió sus esquemas.

Llegó desafiante, y hermosa, y se mostró fría en el saludo. Aquel "Hola" seco que apenas se mojó entre el trayecto del coche al porche, y con un sutil acento del este de Europa le hizo esbozar una sonrisa complacida, el primer triunfo de aquella mujer esa noche. Los modales caballerosos parecieron no impresionar aquella mirada intrigada y experta, y por vez primera, él se sintió el analizado. Hubo más silencios que de costumbre, pero no incómodos, sino disfrutados. Él no pudo evitar resistirse al rojo tímido de sus labios, casi silencioso, que atraía sus ojos magnéticamente, y hacía que sus palabras fuesen lentas y trabadas.

Ella pidió carne asada.
Ella le rió los chistes secamente.
Ella le mintió, y fue él quien fingió creer.
Ella fue quien propuso un licor fuerte tras los postres.


"La cita se ha acabado", dijo al cruzar las puertas del restaurante. "Déjame invitarte a una copa", dijo él, sorprendido, a la vez que sufría una especie de vértigo. Ella se acercó, le besó el cuello de la camisa, y le cobró igual por las dos horas de la cena.

Y así el rojo silencioso de sus labios se hizo eterno en el cuello de su camisa, discreto pero inevitable.
Nunca volvió a verla, ni volvió a llevar a cabo su rutinaria cena de los sábados.