lunes, 9 de julio de 2012

Las veintitrés penas del Sr. McGuire

Realmente aquella chica nueva que acababa de llegar a la ciudad le era muy misteriosa (un aspecto que él realmente apreciaba según su fingida experiencia con las mujeres), y también familiar. Muy familiar, pero siempre le parecieron inalcanzables sus labios. Quizás intentara persuadirla que en realidad la conocía, que la amaba y la quería, pero jamás tuvo el valor de decírselo. Quizás jamás reconoció que sus cuervas realmente le parecían tan interminables como las piernas de aquella otra; o quizás es que nunca llegó realmente a tener valor. Pero lo que si tuvo fueron celos, celos invisibles de aquellas manos que sí la tocaban, de aquellos labios que sí que la complacían, de aquellos ojos que ella miraba específicamente como suyos (y preciosos). Mientras ella se paseaba galantemente frente a él sin quererlo, él sentía más y más ganas de acercarse, decirle lo mucho que la quería, llevársela a su apartamento, y hacerle el amor hasta que se sintieran satisfechos ambos. Pero jamás tuvo el valor. Se limitó a verla pasearse con esa arrogancia no fingida de chica nueva, "eh tío, no me toques". Realmente sintió odio y celos de el chico que pudiera conquistarla, y, por qué no, del chico que (quizás), él fue una vez.

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