lunes, 27 de febrero de 2012

Wlk.

Seguramente no habría comenzado a andar si nunca hubiera habido camino. Pero allí estaba, íntegro delante de sus pies, y no pudo hacer más que poner a prueba su sombra, cosida a sus talones, como sus deudas y sus pecados. Sobre todo sus deudas. Y caminó y caminó, sin meta aparente, aprendiendo algo de todos los sitios donde pasó. O igual no. Él tan sólo seguía adelante. Lo de aprender lo dejaba para luego. El caso es que más de una vez se resbaló, y se hizo daño. Y correspondientemente se levantó cada vez que se caía, sin refunfuñar, cortesmente, porque creía que tendrían recompensa todas aquellas heridas. Pero hubo un momento en el que dejó de escribirme, y le perdí de vista. Le conocí lo suficiente como para ver que era un reflejo de mí mismo, un tío sin rumbo, perdido pero entero en su totalidad. Alguna vez llegué a reconocerme en aquel espejo que, al fin y al cabo, no era un espejo, porque nunca estuvo sujeto a la tiránica voluntad de mis movimientos. Ése reflejo hacía lo que quería, no lo que yo hacía. Era la suerte misma. Caminé con él hasta que llegamos a cierto lugar que no recuerdo, y nos separamos. Antes de irse él por la derecha y yo por el otro lado, le pregunté que qué iba a hacer. Pues caminar, vaya pregunta.

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