jueves, 23 de febrero de 2012

El día que conocí a Rollo Martins.

Cuando te disfrazaste te perdí de vista. Y eso que eran carnavales. Lo normal es que la gente se disfrace, se ría. Y no iba a ser una excepción, lo hice, creo haber llegado a hacerlo. Y luego fue como un collage de resaca por la mañana lo que recuerdo que tuvimos. En ése momento, el Rollo de mi Martins se despertó y dejó las estúpidas creencias a un lado. Siento haberte presentado a Rollo, ese es mi gran y permanente (que no único) conflicto: entre mi estúpido nombre de pila y mi sólido apellido portugués.
Lo fui. Fui un completo tonto. Y mi piano me lo recuerda a  cada sonido que emite. Él es lo que me ayuda día a día, severo, inflexible, paternal. El que toca soy yo, quizás sea yo, mi madurez, mi Martins del Rollo, los tequilas a las tres de la mañana tocando una canción en bajo con tu nombre. No, es imposible. Rollo, el genio, el loco, el enamorado. Martins, el hombre de traje, el serio, el que toca el piano sin mover un sólo ápice su expresión calculada. Rollo, el que llora y bebe al piano. Aún no se quién de los dos escribe obras. Porque es Rollo quien mira a cada chica, y Martins quien la destierra para siempre.
Sigo sin saber quién es el que escribe ahora.

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