domingo, 12 de febrero de 2012

Pomme.

"Las nubes se han ido". Esa frase llevaba sonando en los altavoces toda la mañana como una cálida promesa de un día diferente en aquella ciudad condenada al Sol por su ausencia. Y en efecto, las nubes se habían ido, dando paso a un azul tímido y frío en el cielo, algo más que un vago trazo de artista sobre las cabezas de los asombrados y sonrientes transeúntes que se agolpaban en las bocas de metro. Ahí estaba el cielo, su cielo, el techo, lo máximo, la barrera impasable. Menudo día, el cielo azul, tan claro y bonito como en las fotos. Claro que esas fotos eran en blanco y negro, y no eran lo mismo que esa suerte de mar algodonado suspendido sobre sus cabezas. Vaya día, al fin el cielo.

Sin embargo, Áureo seguía dormido.

No fue hasta que el perezoso sol del mediodía superó la inmensa altura de los rascacielos, inundando las calles de una luz dorada y cálida, que Áureo abrió los ojos. Allí estaba él, tirado en mitad de algún sitio, perdiéndose el la textura suave de la luz de la mañana. Áureo no se lo pensó dos veces, y salió de un salto al encuentro de aquel milagro científico: los investigadores del instituto meteorológico habían conseguido amasar tal cantidad de viento  septentrional que había hecho que las nubes se fueran, al menos por un tiempo. Al principio, y como todos, se cegó y se sintió intimidado por la luz seca de aquel día de invierno, pero sus instintos le hicieron perder el miedo, y pronto comenzó a andar con paso alegre y largo a la ciudad; tenía algo que hacer.

Fue a uno de los puestos ambulantes que comenzaban a brotar casi instantáneamente por la plaza como flores en primavera. Áureo se acercó al primero que vio, un colorido y oloroso puesto en el que se vendían flores, se hacían promesas y se pintaban sueños en unos lienzos muy bonitos, y compró unas gafas de sol. Áureo recordaba perfectamente que su padre, en su antigua tierra, donde siempre salía el sol, le compró una vez un extraño aparato: unas gafas de ver pero con los cristales oscuros, de una forma curiosa (las lentes eran rectangulares), y de un absurdo y aparatoso color rojo. Le dijo que se llamaban "gafas de sol", y que servían, lógicamente, para ponérselas cuando hacía sol. Al principio, Áureo desconfió de aquel extraño aparato. Mientras las manoseaba y observaba con cuidada atención, le preguntó a su padre:


"¿Qué son? ¿Gafas?"
"Sí, hijo, gafas de sol."
"¿Hechas de sol?"-dijo, asombrado.
"No, hijo, pero son buenas, Rayban."
"Pero, papi, ¿podré mirar así directamente el sol?"-dijo, arrugando la nariz.
"No, claro que no hijito, eso nunca."
"¿Y podré hacer que brille cada vez que me las ponga?"
"Jajaja. No, hijito, no.
"Jope. ¿Podré al menos llegar hasta él?"
"Sí, pero para eso-dijo, acariciándole el pelo-, no hace faltan estas gafas, Áureo."
"Y entonces-dijo, casi decepcionado-, ¿para qué son?
"Pues no sé, quedan bien, puedes ir más guapo."
"Pues vaya."-y se las puso.


Sin embargo, Áureo descubrió que ese tipo de gafas eran mágicas: pese a tener cristales oscuros, se veía perfectamente; pese a ser raras, te acaban gustando. Áureo jamás las olvidó, ni siquiera cuando dejó de ponérselas, cuando el Sol se fue de su vida como un nota garabateada en un papel atrapado en una corriente de aire caliente.

Terminó de pagar, y se las puso.

La gente siempre le había visto por la calle, un chico alto, delgado, quizás demasiado, de tez pálida; rubio, de pelo largo y rizado, vestido con ropas más viejas que él que estaban, también, más cosidas que él (tenía remiendos en los parches)... Era, en definitiva, como una espiga la vestida, y avanzaba por la calle con un paso alegre, pues el Sol le ponía contento, y seguro, con las manos en los bolsillos, afianzando los pies y la sonrisa con cada paso; con unas extrañas gafas puestas, de un llamativo y casi absurdo color rojo. Muchos le miraban, pocos le conocían: era un artista, un pintor de sueños, algo cuerdo y un poco loco; y el resto, todo creatividad. Era, en definitiva, Áureo.

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