domingo, 11 de marzo de 2012

Rollo, Martins y yo.

El Rollo de mi Martins me despertó el otro día cuando estaba tirado en aquel banco al ver pasar el mejor par de piernas que jamás había visto en mi vida. La verdad, ese tipo de pares que guardaba celosamente en mi memoria eran de los que salen impares cuando las contaba con los dedos, pero allí estábamos ella, yo, y sus piernas interminables. Yo había bebido, sí, pero no más que otros días, ni menos que para olvidar a aquella última chica, la que escribió su nombre con pintalabios. El caso es que me levanté sin demasiada fe en mí mismo, y arrastré un paso tras otro, sigiloso pero presente (¡no quería parecer un violador, qué mejor manera de empezar!). Mientras caminaba luchando contra mi mentiroso sentido de la decencia y el borracho e infame sentido del equilibrio, tropecé en mi mente con la sensación de vacío que me había proporcionado aquel día lleno de aire y polvo, de sonrisas en los bares que no iban destinados a más que una mirada esquiva e inconstante; piropos sin suerte y un par de "Otra, joder, que sólo son las dos" que hacían que quisiera volver al banco, a ver qué pasaba. El caso es que Rollo me jugó una mala pasada, y consiguió callar a la insoportable conciencia de Martins, que quería que volviera a casa. Ella sabía de sobra que andaba detrás, mirando al suelo y luego a ella, en una especie de ritmo de metrónomo, pisada pisada piernas, pisada pisada piernas. No se si se puso nerviosa o fui yo que le perdí el ritmo, pero acabé tropezando con sus tacones al acelerar.

"-Perdón ,yo..."

Mi inservible y calculada disculpa se quedó helada en el aire cuando miré su cara y reconocí a la chica del pintalabios, tan guapa como el rimmel corrido y las mejillas sonrojadas por el frío le permitían parecerlo. Allí estábamos los dos, de rodillas, en el suelo, como ya estuvimos en otra ocasión y en otro orden de cosas, en mi piso. Sus piernas se levantaron lentamente, ella no esbozó ninguna mueca, ninguna sonrisa, no dijo más que lo suficiente como para que yo cerrara la boca cuando iba a soltarle de golpe que la quería, que la había querido desde que me di cuenta lo inalcanzable que era, la suerte que tenía de acariciarla sin prisa por las mañanas.

"Llego tarde. Y llegas tarde. Como dos años tarde. Siempre tarde."

Luego se fue, y no sé qué fue de ella. Se perdió calle arriba, mientras yo regresaba a casa mirando incrédulo al suelo, con la mirada más perdida que mi dinero; mientras Rollo se quedaba con la cabeza gacha y murmurando algo, y Martins intentaba hacerme caminar erguido hacia la cama. En los lluviosos y grises días sucesivos, Rollo escribió una o dos canciones tristes al piano, mientras Martins aprovechaba su bajón para hacerme ordenar la casa. Rollo había renunciado a ella para siempre por consejo de Martins cuando le dejó. Pero cuando llegué a  mi cama la noche en que me tropecé con sus tacones sin querer, me di cuenta de que ni el propio Martins lo había hecho. Yo, Rollo Martins, comencé a plantearme muchas cosas. Entre ellas, no volver a querer a ninguna mujer ,por miedo a encontrarme sus ojos otra vez al girarse.

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