La lenta y ponzoñosa humareda avanzó con pereza sobre aquel campo. Una humareda que le hacía sentir sucio, muy sucio, y cuyo olor le traía unos recuerdos espantosos, algo demasiado irónico, puesto que apenas unos momentos antes, esos recuerdos eran presente. Llevaba tumbado siguiendo la curva natural de la colina, quieto pero vivo lo que a él le parecían años. Pero, en realidad, el tiempo pasaba lento e inexorable, alargando deliberadamente su sufrimiento, y la humareda abrazaba ya las suaves colinas cuando oyó lo que le pareció un ruido de pisadas. Se enjugó las lágrimas, casi le parecía oír aquel viejo violín cansado de Viena. O las risitas nerviosas de su amante de Mónaco mientras iban en el asiento trasero del taxi. O el sonido de la voz de Mike hacía unos segundos; jamás volvería a oír nada de eso. Y sin embargo, allí estaba, en mitad de toda esa locura, malgastando sus últimos cartuchos de vida en vanos recuerdos que se evaporaban entre la humareda, densa y constante. Lamentaba casi todo lo que había hecho, todo menos haberse enamorado de quien jamás podría haberle correspondido. Aún tuvo tiempo, mientras el eco de las pisadas cercanas se hacía poco a poco ruido, como un goteo, de recordar aquella sonrisa que jamás tuvo a tiro. Malditas noches de alcohol que se le clavaban como balas en sus grises y agrios recuerdos.
Las pisadas estaban muy cerca.
Y cruzó las manos. No fue un acto de redención, de perdón. Fue un acto reflejo. Alargó lo más que pudo el cuello, y miró allí arriba, a la vaga promesa de cielo que se trazaba con pincel fino tras el humo y el olor nauseabundo. Las pisadas se detuvieron. Apenas unos susurros declararon voces humanas. Miró arriba, a la colina. Recortadas en la niebla, tres siluetas observaban a una cuarta que descendía con cuidado. Cerró los ojos, no necesitaba saber más, se sentía muy cansado. Y se durmió al momento.
***
Días después, se despertó en un hospital. Lo peor había pasado [...]
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