Si le echas imaginación, tras ese piano solitario en el escenario, ese mismo piano que está tocando una canción que hace estremecerse el alma y los huesos; entre bastidores, tras las pesadas cortinas del telón, rojo intenso, puedes verme. Mi cara, mi cuerpo, mi sonrisa maliciosa. Puedes oír como tarareo la melodía en silencio, como sigo los átomos invisibles de las notas por el aire, como disfruto sintiendo la música. Yo, en cambio, huelo tu respiración acelerada y veo claramente esa maldita gota de sudor frío, sudor causa del pánico, del miedo que baja sin frenos por tu cara; tan parecida a esas otras aquellas malditas gotas, esas malditas lágrimas de mi dolor que se confundían con el ruido de los coches y las gotitas de agua. La oveja y el león, maldita sea, nunca he sabido quién ha sido quién. Me quemaste, y te regocijaste de ello. Pero nunca imaginaste que llegaría de nuevo a tu vida, a este escenario, tras el piano que sigue con su canción, una canción que ha salido de un alma antes bella, ahora desfigurada y torturada por el mayor dolor que nadie pudo soportar. Ni siquiera yo soy el mismo. La imagen del espejo es mentirosa, muy mentirosa, y me susurra en la oscuridad. Frío, ahora hace frío, y el telón se cierra lentamente. Pero, esfuérzate, puedes verme, aún delirante. La oveja y el león. Sin preliminares, sin anestesia. El patio de butacas está vacío, oscuro y silencioso, y las puertas del teatro se han cerrado. ¿Quién es ahora quién? Seguramente, cuando los focos amarillentos se apaguen, sentirás terror, auténtico terror, y querrás gritar. Y, probablemente, gritarás, y tu grito evitará que oigas cómo se descorre el pesado telón un momento, y se desliza una silueta hacia ti, de detrás de TU escenario, entre los bastidores de TU vida, un niño pequeño abandonado que creció entre los decorados y las máscaras. Nunca debiste olvidarle.
lunes, 28 de noviembre de 2011
Cld.
Si le echas imaginación, tras ese piano solitario en el escenario, ese mismo piano que está tocando una canción que hace estremecerse el alma y los huesos; entre bastidores, tras las pesadas cortinas del telón, rojo intenso, puedes verme. Mi cara, mi cuerpo, mi sonrisa maliciosa. Puedes oír como tarareo la melodía en silencio, como sigo los átomos invisibles de las notas por el aire, como disfruto sintiendo la música. Yo, en cambio, huelo tu respiración acelerada y veo claramente esa maldita gota de sudor frío, sudor causa del pánico, del miedo que baja sin frenos por tu cara; tan parecida a esas otras aquellas malditas gotas, esas malditas lágrimas de mi dolor que se confundían con el ruido de los coches y las gotitas de agua. La oveja y el león, maldita sea, nunca he sabido quién ha sido quién. Me quemaste, y te regocijaste de ello. Pero nunca imaginaste que llegaría de nuevo a tu vida, a este escenario, tras el piano que sigue con su canción, una canción que ha salido de un alma antes bella, ahora desfigurada y torturada por el mayor dolor que nadie pudo soportar. Ni siquiera yo soy el mismo. La imagen del espejo es mentirosa, muy mentirosa, y me susurra en la oscuridad. Frío, ahora hace frío, y el telón se cierra lentamente. Pero, esfuérzate, puedes verme, aún delirante. La oveja y el león. Sin preliminares, sin anestesia. El patio de butacas está vacío, oscuro y silencioso, y las puertas del teatro se han cerrado. ¿Quién es ahora quién? Seguramente, cuando los focos amarillentos se apaguen, sentirás terror, auténtico terror, y querrás gritar. Y, probablemente, gritarás, y tu grito evitará que oigas cómo se descorre el pesado telón un momento, y se desliza una silueta hacia ti, de detrás de TU escenario, entre los bastidores de TU vida, un niño pequeño abandonado que creció entre los decorados y las máscaras. Nunca debiste olvidarle.
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