domingo, 20 de noviembre de 2011

Bella. Bella, así se llamaba.

Es casi de noche, anochece. El Sol deja rayos rojos y dorados brillantes, mágicos, en un horizonte que se me resiste, que está lejos, que se aleja a cada paso que doy intentando acercarme a él. El traqueteo del tren no me deja dormirme, no puedo, y pienso en ella. Bella, así se llamaba, y con razón. Con mucha razón. La tuve cien veces en el objetivo de mi cámara, y no le hice las fotos que debería haberle hecho. Y se fue, un día se fue, con la luz del Sol. Ésa fue la peor noche de mi vida. No dormí por miedo a su ausencia, a su vacío, a despertarme sin ella. No me lo creía. Tampoco lloré, pero habría pagado por hacerlo. Tan sólo escuché música muy quieto en el sofá, mirando a un punto infinito del cielo. Su cielo. ¿Nuestro cielo?. No, aquello jamás fue nuestro. Ella fue la estrella en todo momento, mi estrella, mi guía. Bella, así se llamaba. Jamás olvidaré su sonrisa, me lo he prometido a mí mismo, es lo que me queda. Tampoco me olvidaré de ella nunca, eso lo sé yo con certeza sobrada, su espontaneidad, sus besos, su piel, sus ojos, su maldita sonrisa que me enamoró día tras día como a un imbécil. Qué bonito fue, en serio, ha sido lo más bonito que me ha pasado en la vida. Si cintura de cristal, su cuerpo de modelo, sus piernas interminables, sus labios tiernos y dulces. Le escribí mil poesías, mil sonetos, y aún hoy lo sigo haciendo. Solamente ella sabía cómo sonreírme para decirme que todo saldría bien, que me quería, que siempre iba a hacerlo. Quizás el fallo fue ese siempre.

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