¿Por qué? Porque me apetecías. Me acuerdo de que a todos mis infructuosos intentos por conquistarte, tú respondías con una sonrisa que a mí me desencajaba. Te dabas cuenta, lo sabías, y te dejabas hacer. Tu sonrisa cuando te agitabas el pelo, eso era todo lo que yo necesitaba para saber que eras tú, que no podías no serlo, que el error relativo era cero. Y, bueno, acerté. Aún así, muchas veces pienso que el amor sólo es un fallo matemático, y que siempre da negativo; que las sumas son restas en realidad, y que el intervalo infinito se corta de repente en un punto. En nuestro caso, esta ley se cumple. No le he puesto nombre todavía porque estoy buscando algún nombre científico y rimbombante, pero es la ley matemática más cierta de la historia.
Bueno, la cosa es que aquí estoy en Praga, sin saber ni siquiera lo que hacer para no hacer nada. Me cuestiono ya hasta las cenizas de mi cenicero (¿cuándo empecé yo a fumar?), me sobran los motivos para mis excusas, pero me falta excusas creíbles para mí mismo. Siempre he tenido dos dedos de frente, y es por so que no me trago mis mentiras; pero lo que nunca creo haber llegado a tener es un sentido realista de mí mismo. Cuando me miro al espejo se me hace pesada y absurda la mueca que encuentro siempre entre mi pelo despeinado y el cuello alto de mi jersey, y sin embargo, me veo bien. Pero creo que el mundo si que es consciente (y probablemente más de lo que desearía), de mi falta de sueño, sueños, y de mi maldita etiqueta usada en mi apariencia malgastada y por malgastar. Hasta los camareros de los bares de dudoso gusto me miran con algo de compasión cuando les pido otra.
Pero no todo es beber para saciar mi sed inexistente. Hay tardes en las que mi sentido común (o mi instinto de supervivencia, todavía no sé muy bien qué es), evita que salga a beber, y lo que hago es coger un libro, un Gin-Tonic, y me salgo al magnífico balcón del hotel. Es un balcón bajo y que da de cara a Praga y a la puesta de sol. Tengo en la cámara una o dos fotos que huelen a otoño, con esos colores rojizos y dorados tan bonitos que a ti tanto te gustaban. Y, ¿sabes?, son esas tardes las que de verdad me empiezan a coser algo aquí dentro del pecho, algo que está roto desde que tú te fuiste. Curiosa casualidad.
Hablando de tardes, hay algunas en las que incluso me da por pensar y escribir un poco, y me siento a pensar. Sí, a pensar. Tranquila, no quiero decir que no te recuerde, no quiere decir que te haya olvidado. Creo quees al revés. Involuntariamente, me tengo que sumergir en las historias de otros, de mis personajes, para hacer que mi mente se aparte un poco de tu recuerdo. Es muy nítido, tan nítido que todavía puedo verte delante mía, sonriendo, tu pupila contra mi pupila, tu boquita de ángel, tus medidas de maniquí. Hay veces que recuerdo como si fuera una película cualquier cosa, como el beso en Navidad, bajo la nieve, en mitad de la calle. Me pasa casi continuamente, como ahora mismo, mientras escribo. Y, lo peor de todo es que te evaporas lentamente entre mis manos, y vuelvo a recordar la maldita ley matemática que indica que todo se acaba, que el amor es un error matemático, y que tú no estás.
Sin embargo, sigue sin tener nombre...
No hay comentarios:
Publicar un comentario