miércoles, 12 de octubre de 2011

Las siete y poco de la mañana.

Eran las siete y poco de la mañana, y Leo no había conseguido volver a dormirse. Se había despertado sólo en la cama, una cama fría como los años. Su casa olía a soledad, ella no se había presentado, y tampoco es que la esperara. En el baño, su barra de labios brillaba por su ausencia. Leo no encontró ni una nota, ni un SMS,  ni nada, solamente unos armarios vaciados con prisa, una nevera casi vacía y varias fotos de menos en el salón. Se tomó un café en la cocina gris, y maldijo su suerte al ver las facturas de la luz. Sonrió mientras se acaba el café. "Tenía razón. Ella tenía razón", pensó, con cierta tristeza. Pero no iba a dejar que eso le afectara más de lo que se pudiera permitir. Cogió otro cigarro, y se lo fumó mientras tocaba el piano. Mientras tocaba algo de una banda sonora, "Hallelujah", recordó cómo se había puesto su padre cuando, de pequeño, se cargó el viejo piano de cola del salón de la casa nueva. Su padre le dio tal paliza que tuvieron que operarle del ojo para que no lo perdiera. Siempre odió a ése cabrón, y ahora éste sufría el alzheimer en silencio, en una residencia de la Costa Oeste mientras Leo vivía su vida en la otra punta del país. Jamás sintió remordimientos, y sería tarde para empezar. Sólo le había conocido veintiún años, sus veintiún años, y le odiaba más que a nadie, desde aquella paliza del piano. Aunque, bien pensado, debería agradecer a su padre esa paliza, porque fue a partir de entonces que se dedicó a aprender a tocar el piano. "Todo cambia", pensó mientras le daba una calada larga al cigarro. Bajó la tapa del piano tras una nota que se meció en el aire, y se sentó de espaldas a la ventana grande, de espaldas a Boston, al mundo. "Aún así, sigo sin encontrar lo que llevo buscando desde que Elisa se fue de mi vida". Leo odiaba esos momentos de reflexión al piano; como también había llegado a odiar a Elisa. ¿Dónde estaría ella ahora? Lo único que tenía de ella era una foto, una jodida foto. La tenía en la cartera, no podía vivir sin ella. Jamás se lo dijo, jamás, y por eso se fue. Dos besos fríos en las mejillas, y un adiós que no sonó demasiado convincente pero que ambos creyeron creerse. Lo fingieron bien, no hubo perdidas, ni mensajes, ni cartas. Pero sí que se quedó su foto. Leo se levantó como un resorte y buscó en su cartera. Había unos cuantos dólares por caridad, dos o tres bolsillos vacíos, y, en la parte más escondida de la cartera, la foto. Era una foto tamaño carnet, de hacía dos años. Dos años. Dos años sin ella. A Leo le cambió la cara al ver su sonrisa, sus ojos. Vaya ojos, dulces como la miel, bonitos como los anuncios de colonia. Leo se había prometido a sí mismo en el aeropuerto, dos años atrás, mientras veía como los tacones de Elvira se alejaban por la terminal, no volver a mirar ésa foto nunca. Pero ya era tarde. Un poco tarde.






1 comentario:

  1. Quérido chico de las rosas, quiero que me expliques en quien piensas mientras escribes esto, porque se nota que te duele.
    O por lo menos, lo parece!

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