jueves, 13 de octubre de 2011

Las seis y cincuenta y dos.

El aire del desierto le soplaba fuerte en la cara. Estaba amaneciendo, y los rayos nacientes le daban al cielo un color violáceo-rojizo que le quemaba el alma, su alma de viajero. Él siempre lo supo, jamás llegó a dudarlo, había nacido para ver mundo, para chuparse los kilómetros que hicieran falta, para gastarse hasta la suela de los zapatos. Se acomodó mejor contra la puerta de su mustang descapotable rojo, y miró por encima de sus Rayban de sol al horizonte opuesto a la salida del sol, el más oscuro. Sonrió. "La parte más oscura y fría de la noche es justo antes de amanecer". No sabía qué capullo le había dicho ésa frase, pero se la había quedado, le parecía aplicable a la vida. Bajó la mirada, se abrigó en su gabardina y se sacudió los pitillos negros. Cierto que hacía frío, pero además llevaba así un rato, sentado contra la puerta, pensativo, esperando al Sol. Se dejó caer hacia atrás, hasta los asientos mullidos de dentro del coche, pero dejó colgando las piernas por fuera, las Converse sucias y mal atadas. Se encendió un cigarro, y recibió al Sol con un gesto pasota con la mano. Se sentía una superestrella, éso era lo bueno de vivir su vida de mierda. A sus veintiún años, Leo se veía capaz de hacer cualquier cosa. No se consideraba guapo, pero sí descarado. Además, sabía cómo gustar. Su estilo de macarra se lo acentuaban los pelos despeinados, libres, en plan cresta pero sin llamar la atención. Además, Leo sabía que la clave de todo eran sus ojos, los ojos de su madre, la pareja del ojo que casi pierde por culpa de su padre, unos ojos marrones profundos. Leo era de esos tíos que gustaba por su personalidad, y por eso resultaba peligroso: porque lo sabía.

Pero Leo no tenía ninguna intención malsana respecto a nadie, tan sólo una: la de volver a ver a Elisa y hacer que se volviera a enamorar de él, como antes. Por eso llevaba dos días viajando, de Boston a L.A., para buscarla. Quería sentir el calor especial de California, visitar a sus antiguos amigos y revivir viejos tiempos. Probablemente volvería  a casa de Madre, pero a su padre no le iría a ver ni de coña, ni atado. No, a ése no.
Elisa se había convertido en la excusa perfecta para abandonar la rutina, el piso, la cabeza, y el trabajo, y reencontrarse con su antigua vida, que había tirado dos años atrás al fondo de un cajón. Por eso se había chupado mil y pico de kilómetros en coche, había escuchado una y mil veces los CD´s viejos del maletero, había dormido una o dos noches al amparo de la luna. No se había llevado nada mas que las llaves, la cartera y la vieja teoría de que la locura es la mejor manera de vivir en un mundo loco. "Aquí al cuerdo le queman por loco", recordó. Leo se incorporó y vio al Sol ascender grácilmente por el cielo del desierto, un cielo cada vez más azul. No parecía treinta de Diciembre. Se desperezó, se revolvió el pelo, e hizo contacto. El motor del viejo mustang, su compañero de correrías, rugió ansioso. Él también quería empezar a correr, a ver mundo. En la meta esperaba Elisa, probablemente, según el periódico donde ella trabajaba. Leo había averiguado en internet, poniendo el nombre en Google. Arrancó y pisó a fondo. Eran las seis y cincuenta y dos del día tres desde que Leo perdiera completamente la cabeza, los papeles, y todo... por Elisa.

1 comentario: