lunes, 23 de enero de 2012

Historia de un marido enamorado.

Un pasito, dos pasitos. No ha salido el sol. Tres pasitos. Empieza a amanecer, la ciudad se despereza con tranquilidad. Cuatro pasitos. No hagas ruido, cierra la puerta detrás tuya. Espera un momento a oscuras, puedes oírla respirar. Cinco. Sube la persiana, tómate tu tiempo. Zas, magia. El Sol entra brillante, dorado y puro, y recorre con parsimonia el camino hasta la cama. Donde está ella. ¿O no?. Pues no. Ya no. Es sólo una cama hecha en una habitación vacía. Antes estaba ella allí, durmiendo tranquila, sin prisas, sin preocupaciones. El colegio está muy lejos, y ella dormía tranquila, su mochilita al lado del paragüero de la entrada, su uniforme pequeñito en la silla enfrente de la cama. Ella, tu princesa, tu cosita. Ya no. ¿Por qué? Cruel destino. Vuelta atrás, un paso, dos pasos, tres, cuatro pasos pesados, pasillo largo, café frío. Frágil, irónico, onírico, se rompió. Ella y su sonrisa, la misma que exhibe en la foto. Pero no era lo mismo. No era tan inmóvil, tan artificial, tras un cristal; no parecía cansada y usada, desde luego que no lo era.

Ella, tu alegría. No hace falta que vuelvas a su habitación, ni a la tuya. Tus arrugas te pesan, y la cama de matrimonio es demasiado grande y está demasiado vacía para ser la cama donde dormías con tu mujer. Ella ya se fue, pero tu nieta... ¿por qué no está? ¿Cuando se fue? ¿Alguna vez llegó a hacerlo?

Maldito alzheimer.

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