viernes, 31 de enero de 2014

Sólo tinta estática.

Verónica podría haber sido cualquier cosa sin llegar a ser nada en absoluto, un mero nombre, una sombra en la imaginación desdichada, una mentira que pudiera haber parecido alguna vez alguien de verdad. Verónica era la venganza sobre el tiempo, muy probablemente. Pero jamás tuvo alguna consistencia más allá del vapor de su figura por los pasillos, los pasillos de su mente, de la que era dueña y señora. Aunque lo negara, era el mismo hecho de que fuera el fantasma de las nieblas de su cabeza lo que le daba miedo, y lo que le prohibía desatarla y dejarla ser. Si la hubiera liberado, se habría materializado con cualquier forma frente a él, y le habría derrotado (otra vez).


Por eso, Verónica tenía tan sólo una sonrisa como un susurro, y unas connotaciones demasiado frágiles como para escribir sobre ella. Era todo aquello que no había perdonado nunca, porque nunca había tenido que hacerlo; porque los espejos siempre le devolvían una mirada más vieja que la suya y le mentían sobre quién era. Verónica se apoderó mucho y muy seguido de sus cabales, y siempre acabó tendido sin aliento. Verónica era el mal, su mal, pero algo tan necesario como su oxígeno.Quizás el hombre que fue sí podría haber vencido a aquel fantasma, pero en los delirios de sus sueños ella era invencible, porque estaba hecha en su carne, y no podría morir nunca por el tiempo, porque el tiempo era algo tan insustancial para a ambos que lo tomaban tan sólo como un incómodo y molesto encuentro de vez en cuando al mirar a los días que volaban.

Ella era sus mediodías y sus medias de lencería fina cuando se descuidaba, y había tenido la enorme desgracia de llamarse el único nombre que él adoraba escribir con su caligrafía pulcra y cursiva. Ella era el sonido que se quedaba flotando para siempre en el eco del universo cada vez que escuchaba aquel apelativo. Ella era su tormento aceptado voluntariamente, y sabía que acabaría devorándolo, como ocurre con las verdaderas pasiones. Y lo peor es que ella misma le perseguía, en silencio y desde la confianza del olvido, desde lo más profundo de su odio inmaterial (porque Verónica pesaba como el aire, y no podía desarrollar un odio tan poderoso). Sus piernas interminables le guiñaban un ojo cada vez que él se paraba a observarla, con la mirada partida entre el amor y el terror, como cuando miraba la exótica y terrible belleza de un Delacroix. Era ella siempre la que le besaba los labios con una dulzura y un frío antagónicos, y la que vivía unos segundos en sus lágrimas desordenadas de los días tristes de sus meses. Sin saberlo, él amaba a Verónica tanto como la temía. Y más de una vez quiso ser él quien la persiguiera a ella, y perderse ambos para siempre y olvidarse de la física y del mundo. O mejor, dejar que fuera ella la que le derrotase de una vez por todas.


Pero como Verónica  nunca tuvo unas connotaciones lo suficientemente fuertes, se quedó sin esta historia.



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