jueves, 23 de enero de 2014

Gris (cuento corto)

El corazón se detuvo con un golpe seco. Nana cesó en su retahíla de palabras, quedándose la última muerta en sus labios mientras su marido caía de espaldas. Su enorme cuerpo, ancho por la herencia de unos huesos grandes y una vejez desmesurada y alimentada por una riqueza inigualable, levantó los muebles del salón al caer. Adriana se quedó muy quieta, observando cómo los últimos resquicios de vida de su padre se ahogaban entre insultos que bloquearon su garganta, y un reflejo involuntario de su brazo izquierdo. El corrupto corazón de Ovidio se llevó al legendario contrabandista en una especie de suicidio subconsciente ante su intento de atentar contra lo único bello que quedaba en su vida. Ovidio no lo sabía, pero aborrecía la inmensa fortuna que había hecho con el dolor y el sufrimiento ajeno, como todas las fortunas del mundo, y tan sólo amaba realmente a su mujer y a su hija. Aún recordaba cuándo vio por primera vez a Nana: él era apenas un delincuente de poca monta que acababa de hacerse un hueco entre los míticos Amadises y demás contrabandistas de diamantes, aquellos que al sonreír hacían temblar a los dioses, y eran bellos y altivos, pero terribles y crueles (quizás por eso tenían miedo los dioses, porque su divinidad no estaba tan lejos de los hombres). Cuando aquel joven Ovidio vio a Nana por primera vez, fue en Ginebra. Venía de hacer un trabajo sucio para algún Napoleón o Augusto, y desde que vio a aquella mujer de tez blanca y ojos azules, bisnieta de reyes, se juró a sí mismo secuestrarla y llevársela a su tierra, para ganar prestigio a los ojos de las infernales deidades de los contrabandistas, y terror a los de los hombres. Aquella misma noche, Nana dijo adiós llorando en silencio a las altas cumbres, a los ricos embajadores babilonios y a los cultos príncipes europeos, y a los finos salones, y al mundo civilizado en general. Era por eso que Adriana creció a la sombra de la ignorancia y el amparo de la calamidad, en el refugio y condena de la mentira, y la maldición de una madre arrebatada de su vida y arrojada a la penuria de un clima y un país salvaje y hostil; una madre que jamás la consideró su hija, por haber sido fruto de la desgracia, y un error, y por eso, Nana jamás se permitió a sí misma quedarse embarazada otra vez.

Sin embargo, Ovidio sí que amó a su hija, a su manera tosca e insensible, pero la amó. Recordaba el tacto suave de los rizos cuando la acariciaba con una mano,  mientras recontaba con la otra  los cientos de miles de botecitos que guardaba en una biblioteca, catalogados por procedencia, densidad y calidad (todo en ese orden). Podía recordar el olor y el tacto del cabello de su hija, pero no los 412317 diferentes precios. Quizás se había equivocado, y había vivido, y muerto, equivocado. Quizás aquello fuera lo último que pensó cuando la vida voló de él, y un “perdón” en chabacano, terriblemente humano y universal, dirigido a todos y a todo, se deslizó con su último suspiro entre los labios ya purpúreos.

Hubo en el salón un silencio profundo, que acunó el crepúsculo y la caída del sol, que fue como la llegada al infierno de Ovidio, y que tan sólo se rompió por el crujir de los leños en el fuego y por el ulular del viento fuera. Quizás fue aquel viento, que auguraba desgracias, y que siempre hizo recelar a Ovidio (y que desde entonces estuvo maldito por su familia), fue el que avisara de la muerte del señor a los criados. Con varios golpes en la puerta, clamaban su libertad ahora que el tirano había muerto, y ya no había nada que les atase a aquella colina, y a aquella maldita mansión, ni a rendir pleitesía como a dioses a aquella familia de locos. Nana, al oír todos estos gritos en lengua guajira, bajó con una gran compostura y dignidad, la que le otorgaba su ascendencia de emperadores y reyes de campesinos y pobres, y abrió las dos enormes puertas de madera, gemelas a las del Baptisterio de Florencia, de par en par. La figura de Nana se hizo entonces imponente y majestuosa, como una deidad poderosa de aquellos paganos, o como una triunfal virgen para María, la única indígena cristiana de todo el valle, y todos callaron de golpe y volvieron a sus chozas en el enorme jardín intratable, lleno de malas hierbas, y hiedra, y algunas flores tropicales que habían ido invadiendo parte del ala este desde la cercana jungla al pie de la colina.

Y desde aquel momento, comenzó el reinado de Nana


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