El corazón se detuvo con un golpe
seco. Nana cesó en su retahíla de palabras, quedándose la última muerta en sus
labios mientras su marido caía de espaldas. Su enorme cuerpo, ancho por la
herencia de unos huesos grandes y una vejez desmesurada y alimentada por una
riqueza inigualable, levantó los muebles del salón al caer. Adriana se quedó
muy quieta, observando cómo los últimos resquicios de vida de su padre se
ahogaban entre insultos que bloquearon su garganta, y un reflejo involuntario
de su brazo izquierdo. El corrupto corazón de Ovidio se llevó al legendario
contrabandista en una especie de suicidio subconsciente ante su intento de
atentar contra lo único bello que quedaba en su vida. Ovidio no lo sabía, pero
aborrecía la inmensa fortuna que había hecho con el dolor y el sufrimiento
ajeno, como todas las fortunas del mundo, y tan sólo amaba realmente a su mujer
y a su hija. Aún recordaba cuándo vio por primera vez a Nana: él era apenas un
delincuente de poca monta que acababa de hacerse un hueco entre los
míticos Amadises y demás contrabandistas de diamantes, aquellos que al sonreír
hacían temblar a los dioses, y eran bellos y altivos, pero terribles y crueles
(quizás por eso tenían miedo los dioses, porque su divinidad no estaba tan
lejos de los hombres). Cuando aquel joven Ovidio vio a Nana por primera vez,
fue en Ginebra. Venía de hacer un trabajo sucio para algún Napoleón o Augusto,
y desde que vio a aquella mujer de tez blanca y ojos azules, bisnieta de reyes,
se juró a sí mismo secuestrarla y llevársela a su tierra, para ganar prestigio
a los ojos de las infernales deidades de los contrabandistas, y terror a los de
los hombres. Aquella misma noche, Nana dijo adiós llorando en silencio a las
altas cumbres, a los ricos embajadores babilonios y a los cultos príncipes
europeos, y a los finos salones, y al mundo civilizado en general. Era por eso
que Adriana creció a la sombra de la ignorancia y el amparo de la calamidad, en
el refugio y condena de la mentira, y la maldición de una madre arrebatada de
su vida y arrojada a la penuria de un clima y un país salvaje y hostil; una
madre que jamás la consideró su hija, por haber sido fruto de la desgracia, y
un error, y por eso, Nana jamás se permitió a sí misma quedarse embarazada otra
vez.
Sin embargo, Ovidio sí que amó a
su hija, a su manera tosca e insensible, pero la amó. Recordaba el tacto suave
de los rizos cuando la acariciaba con una mano, mientras recontaba con la otra los cientos
de miles de botecitos que guardaba en una biblioteca, catalogados por
procedencia, densidad y calidad (todo en ese orden). Podía recordar el olor y
el tacto del cabello de su hija, pero no los 412317 diferentes precios. Quizás
se había equivocado, y había vivido, y muerto, equivocado. Quizás aquello fuera
lo último que pensó cuando la vida voló de él, y un “perdón” en chabacano, terriblemente humano y universal, dirigido a
todos y a todo, se deslizó con su último suspiro entre los labios ya purpúreos.
Hubo en el salón un silencio
profundo, que acunó el crepúsculo y la caída del sol, que fue como la llegada
al infierno de Ovidio, y que tan sólo se rompió por el crujir de los leños en
el fuego y por el ulular del viento fuera. Quizás fue aquel viento, que
auguraba desgracias, y que siempre hizo recelar a Ovidio (y que desde entonces
estuvo maldito por su familia), fue el que avisara de la muerte del
señor a los criados. Con varios golpes en la puerta, clamaban su libertad ahora
que el tirano había muerto, y ya no había nada que les atase a aquella colina,
y a aquella maldita mansión, ni a rendir pleitesía como a dioses a aquella
familia de locos. Nana, al oír todos estos gritos en lengua guajira, bajó con
una gran compostura y dignidad, la que le otorgaba su ascendencia de
emperadores y reyes de campesinos y pobres, y abrió las dos enormes puertas de
madera, gemelas a las del Baptisterio de Florencia, de par en par. La figura de
Nana se hizo entonces imponente y majestuosa, como una deidad poderosa de
aquellos paganos, o como una triunfal virgen para María, la única indígena
cristiana de todo el valle, y todos callaron de golpe y volvieron a sus chozas
en el enorme jardín intratable, lleno de malas hierbas, y hiedra, y algunas
flores tropicales que habían ido invadiendo parte del ala este desde la cercana
jungla al pie de la colina.
Y desde aquel momento, comenzó el reinado de Nana
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