martes, 7 de enero de 2014

Invierno (cuento corto)

Ninguna perfección llegó a escapar de aquel invierno que se hizo horripilante y tan largo como cortas las palabras, y así todas las flores se helaron o se pudrieron en un bello y aterrador espectáculo de colores muertos. Adriana ni siquiera intentó huir de él, sino que se dejó mecer por aquella maldita magia de braseros encendidos y conversaciones que se apagaban con sus pretéritos padres, tan absortos en el exuberante pasado de gloria y vicios exóticos, que no se daban cuenta de que estaban poco a poco más cerca de la muerte. Cada día le costaba más hablar francés; y su imperial nombre se volvió un susurro cálido, y ya tan sólo de vez en cuando, entre los dorados reflejos del pasillo de oro, cuando las lágrimas de lluvia arañaban fuerte los cristales y jugaban a desconcentrarla. En aquel pueblo nunca nevaba, sólo llovía, con una malvada intensidad que parecía querer recordar algo inexistente en aquella villa de nieblas y secretos tan obvios como el odio que se profesaban todas y cada una de las familias. Adriana nunca lo entendió, y como la Cándida Eréndida, se encargaba todas las mañanas de sacar brillo al pasado, desempolvando el susodicho pasillo de oro, lavando la cubertería de Amberes, limpiando las alfombras de Babilonia y alimentando a los dos gatos persas que eran dueños y señores del ala derecha de la faraónica casa donde había ido a morir Ovidio el Viejo, el legendario contrabandista de lágrimas de vírgenes. Cada una de las doce chimeneas ciegas que punteaban el tejado eran viva muestra de la excentricidad del vejestorio que maldecía todo en silencio desde la amnesia del brasero; al igual que el enorme jardín trasero que jamás había albergado más que malas hierbas y hiedra; o los correspondientes doce salones de las doce chimeneas; o los muebles de caoba africana y pino noruego; o los manteles bordados de Bohemia; o incluso los catorce criados negros que hablaban cada uno una lengua diferente, y todos el español, porque eran de Sudamérica. Adriana, aunque era  la señorita de la casa, siempre se había llevado bien con ellos desde que les conoció, pese a los discursos racistas de su padre en la cena (cuando todavía podía cenar en el comedor, y hablar con un mínimo de voz y coherencia); y realmente se identificaba con aquellas sombras silenciosas y dolientes. Los criados trabajan tan sólo limpiando la casa por fuera, porque Ovidio jamás les dejó entrar, e incluso llegó a cederles con esfuerzo y asco unos pequeños cobertizos en el monumental jardín; mientras que lo que hacía Adriana era ocuparse sin ningún tipo de pago de todo el delirio interior.
Así se gastaron los días grises, cuando el cielo era una enorme masa de cenizas mojadas que amenazaban con desplomarse al instante sobre el pueblo y sobre todo. En el momento en que los días terminaron de gastarse en su exacto calendario irónico, Adriana supo que habría de llegar el fin, y por primera vez en mucho tiempo oyó a su madre suspirar algo en francés, y luego ahogarse en un torrente de lengua guajira que nunca había hablado en presencia de su marido. Su madre era natural de los Alpes franceses, y desde que había llegado a su prisión, millas ultramar de sus nevadas colinas y elevadas cumbres, jamás podría haber conocido tal lengua; porque únicamente  había conocido de la población local la lengua de los lamentos, la pobreza, el hambre, el calor, los mosquitos, la malaria verde y la plaga de insectos que acabaron con las kilométricas plantaciones de algodón grisáceo.  
Esas plantaciones siempre habían sido un espejo del cielo, y así, cuando un día el sol rompió el bíblico cerco de nubes plomizas, trajo consigo el castigo para la soberbia de los señores, que alguna vez creyeron ser más poderosos que Dios, y por eso nunca fueron a la Iglesia. Las nubes dejaron paso a un astro abrasador, y a otras nubes de mangostas y demás malévolos devoradores de cosechas, que en una dantesca escena hicieron desaparecer al algodón para siempre. Algunas motas grises, como lágrimas petrificadas, volaban, efímeras supervivientes, exhalando sus últimos suspiros. Un par de ellas se enredaron en las sedas de la litera romana donde viajaba Nana, la madre de Adriana, prisionera convaleciente, portada por cuatro fuertes esclavos de Ovidio, que marchaba delante, riéndose a carcajadas de la desdicha de los señores. Veía sus miradas aterrorizadas por la fortuna perdida, y él sentía regocijo, porque la fuente de su objeto de contrabando era ilimitada y atada eternamente a la existencia humana: el sufrimiento y el amor roto de las vírgenes. Así, Ovidio se hizo el personaje más importante en el Valle, amasando una enorme fortuna arrancada noche tras noche a todas las jóvenes del mundo. Los ricos magnates de los países desarrollados pagaban locuras por un frasco de lo que para ellos era un vigorizante y poderoso afrodisíaco. Ovidio también se jactaba de ello mientras embestía una y otra vez, noche tras noche, a su mujer francesa, con la misma delicadeza que a cada una de todas las mujercitas que llenaban sus frascos. De tal manera, su mujer vivió como una reina prisionera en la gigantesca mansión que se levantó en un año y que duraría ciento un años más.
Adriana notó perfectamente cómo la respiración pesada y enferma de su padre se detuvo de golpe, perdiéndose en el cargado aire del barroco salón. Ovidio se quedó quieto y tenso. Sus ancestros más profundos rechazaron aquella lengua de maldiciones y penas, y de jungla y de choza; la misma lengua materna que llevaban cosida a su tez morena y a sus acentos en las enes. Aquel rechazo irracional tenía su base en el miedo, y en la ignorancia, y en los miles de libros callados que Ovidio, y su padre, y su abuelo Tarquino, y ningún rico de aquel lugar habían leído jamás; y en la estúpida moda que habían traído los ingleses de hablar en su lengua sistemática y fría. Pero los ingleses murieron todos por las enfermedades de la jungla, su peor enemigo, mucho antes de que naciese Ovidio, y por eso no todos olvidaron la lengua guajira, que se convertiría en el eco callado y creciente de todo el litoral. Era por aquel gen callado y oculto que resistió al adoctrinamiento que Ovidio a veces, y la mayoría de ellas ahora que estaba viejo y que comenzaba a evaporarse en el mundo, se oía a sí mismo suspirando un par de palabras chabacanas, como él las llamaba; y entonces se quemaba las manos con un cigarro, su fiel compañero desde que descubriera el tabaco allá por su juventud, en las lejanas plantaciones de Macao. Por eso sus manos estaban vendadas desde hacía meses, porque aquel invierno amenazaba con borrarle de la faz de la tierra, y su chabacano resbalaba con una frecuencia inusitada, y las llagas y úlceras de sus manos no era, como él gruñía, mintiendo sin fe, por culpa de los cocodrilos (los únicos que había estaban en la jungla, o en sus recuerdos de los días de contrabando en Florida, cuando aún el americano no había edificado sobre sus ciénagas de chamanes y vudúes).

Y también por eso, cuando Nana comenzó a hablar en aquella lengua prohibida, en Ovidio creció una ira incontenible, y, por primera vez en muchos años, se levantó sin ayuda del sofá, crujiendo a la par huesos y mueble, y se abalanzó a por su mujer con una velocidad indecible y una determinación wagneriana.

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