Ninguna perfección llegó a
escapar de aquel invierno que se hizo horripilante y tan largo como cortas las
palabras, y así todas las flores se helaron o se pudrieron en un bello y
aterrador espectáculo de colores muertos. Adriana ni siquiera intentó huir de
él, sino que se dejó mecer por aquella maldita magia de braseros encendidos y
conversaciones que se apagaban con sus pretéritos padres, tan absortos en el
exuberante pasado de gloria y vicios exóticos, que no se daban cuenta de que
estaban poco a poco más cerca de la muerte. Cada día le costaba más hablar
francés; y su imperial nombre se volvió un susurro cálido, y ya tan sólo de vez
en cuando, entre los dorados reflejos del pasillo de oro, cuando las lágrimas
de lluvia arañaban fuerte los cristales y jugaban a desconcentrarla. En aquel
pueblo nunca nevaba, sólo llovía, con una malvada intensidad que parecía querer
recordar algo inexistente en aquella villa de nieblas y secretos tan obvios
como el odio que se profesaban todas y cada una de las familias. Adriana nunca
lo entendió, y como la Cándida Eréndida, se encargaba todas las mañanas de
sacar brillo al pasado, desempolvando el susodicho pasillo de oro, lavando la
cubertería de Amberes, limpiando las alfombras de Babilonia y alimentando a los
dos gatos persas que eran dueños y señores del ala derecha de la faraónica casa
donde había ido a morir Ovidio el Viejo, el legendario contrabandista de
lágrimas de vírgenes. Cada una de las doce chimeneas ciegas que punteaban el
tejado eran viva muestra de la excentricidad del vejestorio que maldecía todo
en silencio desde la amnesia del brasero; al igual que el enorme jardín trasero
que jamás había albergado más que malas hierbas y hiedra; o los
correspondientes doce salones de las doce chimeneas; o los muebles de caoba
africana y pino noruego; o los manteles bordados de Bohemia; o incluso los
catorce criados negros que hablaban cada uno una lengua diferente, y todos el
español, porque eran de Sudamérica. Adriana, aunque era la señorita de la casa, siempre se había
llevado bien con ellos desde que les conoció, pese a los discursos racistas de
su padre en la cena (cuando todavía podía cenar en el comedor, y hablar con un
mínimo de voz y coherencia); y realmente se identificaba con aquellas sombras
silenciosas y dolientes. Los criados trabajan tan sólo limpiando la casa por
fuera, porque Ovidio jamás les dejó entrar, e incluso llegó a cederles con
esfuerzo y asco unos pequeños cobertizos en el monumental jardín; mientras que
lo que hacía Adriana era ocuparse sin ningún tipo de pago de todo el delirio
interior.
Así se gastaron los días grises,
cuando el cielo era una enorme masa de cenizas mojadas que amenazaban con
desplomarse al instante sobre el pueblo y sobre todo. En el momento en que los
días terminaron de gastarse en su exacto calendario irónico, Adriana supo que
habría de llegar el fin, y por primera vez en mucho tiempo oyó a su madre
suspirar algo en francés, y luego ahogarse en un torrente de lengua guajira que
nunca había hablado en presencia de su marido. Su madre era natural de los
Alpes franceses, y desde que había llegado a su prisión, millas ultramar de sus
nevadas colinas y elevadas cumbres, jamás podría haber conocido tal lengua;
porque únicamente había conocido de la
población local la lengua de los lamentos, la pobreza, el hambre, el calor, los
mosquitos, la malaria verde y la plaga de insectos que acabaron con las
kilométricas plantaciones de algodón grisáceo.
Esas plantaciones siempre habían sido un
espejo del cielo, y así, cuando un día el sol rompió el bíblico cerco de nubes
plomizas, trajo consigo el castigo para la soberbia de los señores, que alguna
vez creyeron ser más poderosos que Dios, y por eso nunca fueron a la Iglesia.
Las nubes dejaron paso a un astro abrasador, y a otras nubes de mangostas y
demás malévolos devoradores de cosechas, que en una dantesca escena hicieron
desaparecer al algodón para siempre. Algunas motas grises, como lágrimas petrificadas,
volaban, efímeras supervivientes, exhalando sus últimos suspiros. Un par de
ellas se enredaron en las sedas de la litera romana donde viajaba Nana, la
madre de Adriana, prisionera convaleciente, portada por cuatro fuertes esclavos
de Ovidio, que marchaba delante, riéndose a carcajadas de la desdicha de los
señores. Veía sus miradas aterrorizadas por la fortuna perdida, y él sentía
regocijo, porque la fuente de su objeto de contrabando era ilimitada y atada
eternamente a la existencia humana: el sufrimiento y el amor roto de las
vírgenes. Así, Ovidio se hizo el personaje más importante en el Valle, amasando
una enorme fortuna arrancada noche tras noche a todas las jóvenes del mundo.
Los ricos magnates de los países desarrollados pagaban locuras por un frasco de
lo que para ellos era un vigorizante y poderoso afrodisíaco. Ovidio también se
jactaba de ello mientras embestía una y otra vez, noche tras noche, a su mujer
francesa, con la misma delicadeza que a cada una de todas las mujercitas que
llenaban sus frascos. De tal manera, su mujer vivió como una reina prisionera
en la gigantesca mansión que se levantó en un año y que duraría ciento un años
más.
Adriana notó perfectamente cómo
la respiración pesada y enferma de su padre se detuvo de golpe, perdiéndose en el
cargado aire del barroco salón. Ovidio se quedó quieto y tenso. Sus ancestros
más profundos rechazaron aquella lengua de maldiciones y penas, y de jungla y
de choza; la misma lengua materna que llevaban cosida a su tez morena y a sus
acentos en las enes. Aquel rechazo irracional tenía su base en el miedo, y en
la ignorancia, y en los miles de libros callados que Ovidio, y su padre, y su
abuelo Tarquino, y ningún rico de aquel lugar habían leído jamás; y en la
estúpida moda que habían traído los ingleses de hablar en su lengua sistemática
y fría. Pero los ingleses murieron todos por las enfermedades de la jungla, su
peor enemigo, mucho antes de que naciese Ovidio, y por eso no todos olvidaron
la lengua guajira, que se convertiría en el eco callado y creciente de todo el
litoral. Era por aquel gen callado y oculto que resistió al adoctrinamiento que
Ovidio a veces, y la mayoría de ellas ahora que estaba viejo y que comenzaba a
evaporarse en el mundo, se oía a sí mismo suspirando un par de palabras chabacanas, como él las llamaba; y
entonces se quemaba las manos con un cigarro, su fiel compañero desde que
descubriera el tabaco allá por su juventud, en las lejanas plantaciones de
Macao. Por eso sus manos estaban vendadas desde hacía meses, porque aquel
invierno amenazaba con borrarle de la faz de la tierra, y su chabacano resbalaba con una frecuencia
inusitada, y las llagas y úlceras de sus manos no era, como él gruñía,
mintiendo sin fe, por culpa de los cocodrilos (los únicos que había estaban en
la jungla, o en sus recuerdos de los días de contrabando en Florida, cuando aún
el americano no había edificado sobre sus ciénagas de chamanes y vudúes).
Y también por eso, cuando Nana
comenzó a hablar en aquella lengua prohibida, en Ovidio creció una ira
incontenible, y, por primera vez en muchos años, se levantó sin ayuda del sofá,
crujiendo a la par huesos y mueble, y se abalanzó a por su mujer con una
velocidad indecible y una determinación wagneriana.
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