Nunca había sabido escribir una carta de amor. La falta de costumbre se mezclaba peligrosamente con la falta de voluntad, fundiéndose en un abrazo que le encogía el alma. Cierto es que no había a quién mandarla, pero se dio cuenta de ello un día cualquiera, en un momento cualquiera, cayó en la cuenta de repente; y fue como verse al instante al borde de un abismo profundo y rocoso. Le entró el vértigo y el pánico, y tuvo que hacer equilibrio para no caer hacia delante.
Cierto era también que ya no se escribían esas cartas.
Dudaba incluso de si había cartero.
Intentó reunir el valor y las ganas para sentarse a ese enemigo con cuerpo de papel, un folio en blanco que se le hizo de denso y profundo, de interminable, como su abismo, y tuvo que darle un par de tragos al matarratas de su vaso para poder siquiera sentarse correctamente. Lo cierto es que, tras un tiempo que ni los relojes parecieron poder calcular, le dio dos sorbos callados con la pluma al tintero, una pluma que se movió sobre el papel, arañando palabras de hierro, pesadas y ciertas, pero que se emborronaban con cada nueva curva. Tiró la pluma.
Cierto era que sabía exactamente quién era el receptor.
Pero seguía dudando de si había cartero.
Al final la historia de la carta acabó donde tantas otras, abandonadas en una habitación cercana al tenebrismo de Caravaggio. Acabó en nada. Algo le decía que era un mentiroso, incluso consigo mismo. Le pareció incluso ver llegar al cartero en moto.
Cierto es.
Pero dudaba de si era verdad o no, así que acabó olvidando aquel problema a base del matarratas de su vaso.
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