lunes, 9 de septiembre de 2013

El mordisco. (el invierno)

El trazo de sus dedos en el aire indicaba inequívocamente una presencia de ánimo apesadumbrada. Se sorprendió más de una vez mirando al infinito sin ningún tipo de reparo o discreción, una mirada que parecía devorar los kilómetros y que consumía a cambio la luz del sol. Por eso había dejado todo atado y bien atado, para no tener ningún tipo de excusa que le rogase volver. Desterró también de su repertorio a Debussy, a Chopin, y a cualquier otro piano francés que pudiera sangrar en su cuarto los días de lluvia, resbalando por las paredes e inundando su alma. Muy a su pesar, dejó de lado también la asistencia al vuelo planeado de sus ideas al atardecer. Como quien se aferrase a una estrella suicida, erraba perdido, pero al menos entero. París, gentilmente, le había entregado un invierno frío y seco, que hacía las veces de verdugo y escultor, cincelando la ciudad a su antojo de sádico, congelando el Senna y congelando las ávidas manos de Áureo cuando se quedaba admirando la precisión barroca con la que la Torre Eiffel simulaba balancearse, queriendo imitar a los árboles. Pese a todo, Áureo sabía que se mentía a sí mismo, delatado en el brillo de su mirada. Sabía que escuchaba a Debussy y a Chopin casualmente en los mismos cafés todos los días, que en realidad odiaba el frío, que añoraba ver volar a sus ideas dibujando círculos en el techo, y que no miraba al infinito, sino donde realmente deseaba estar: siempre al oeste al anochecer, siempre al este al amanecer. Áureo necesitaba el sol, y con él volver a coincidir con su sombra, que no era sino un molesto extraño que daba tumbos sin encajar un sólo momento con él.

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